Filosofar a machetazos – Alicia Martínez
De seguro, cuando Dante colocó la inscripción de su puerta del infierno “¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!” (1978, p. 52), disimuladamente, tuvo la intención de reemplazar, con esa frase, la famosa “No entre nadie que no sepa geometría”[1] que según dicen daba la bienvenida a la Academia de Platón. Puesto que, si alguna utilidad pretendemos darle a la filosofía es la de despojar, a quien es seducido por ella, de cualquier ápice de certeza sobre cualquiera sea el tema sobre el que, de la filosofía en adelante, pase por su cabeza.
En cualquiera de los tiempos, en los que posemos nuestra mirada, la filosofía ha sido amiga del pasado, enamorada del futuro y totalmente despiadada con el presente. El «amor por la sabiduría» -que no saber científico necesariamente-, por su propia naturaleza, se ha proclamado, en su manifiesto de existencia, con la tarea de incomodar, de estrujar, de reñir y disputar. Lejos de ser una epopeya romántica, la búsqueda del conocimiento deviene en una actividad agotadora, frustrante y, no en pocos casos, causante del agobio con lo real, con lo racional, con lo/el presente.
la búsqueda del conocimiento deviene en una actividad agotadora, frustrante y, no en pocos casos, causante del agobio con lo real, con lo racional, con lo/el presente.
Las aguas de Heráclito nunca serán las mismas; el retorno perpetuo de Nietzsche pretenderá una nueva moral superadora del rebaño y la historia de Marx se balanceará entre la tragedia y la farsa, por dar algunos ejemplos. Por ello, la filosofía es melancólica con lo que fue, en tanto que reconoce la imposibilidad del retorno en las mismas condiciones y, a la vez, mantiene una nostalgia con el futuro que, en sus infinitas posibilidades, jamás podremos conocerlo. Más, con el presente, la filosofía será descarnada, incluso cruel, porque será el único tiempo-espacio en el que se hace posible su quehacer, solo nos queda llorar sobre la leche derramada y el devenir se nos presenta solo como potencia.
Al respecto, Diógenes de Sinope señala: “¿De qué sirve un filósofo que no hiere los sentimientos de nadie?”[2] y es que ¿sería posible encontrar la sabiduría sin resultar incómodo para, al menos, un grupo de la especie humana? ¿Acaso poner en duda la verdad vigente no supone, incluso, un riesgo para el poder del orden constituido?
Seguramente, en su afán provocador con las personas, el filósofo cínico habló de sentimientos, pero pudo haber sido mucho más radical señalando que la filosofía tan solo sirve en tanto que procura herir a las tradiciones, a los dioses, a las teorías y, también, en cuanto hiere a quien recurre a ella si pretende mantenerse fiel a la curiosidad que impulsa a comer del fruto prohibido sin reparar las consecuencias. Más, la filosofía no se contentará con sacudir el árbol, con tomar la manzana, sino que sentirá la obligación de compartir la cosecha.
En línea con lo anterior, ¿con qué de nuestro presente es con lo que la filosofía se ensaña? ¿Cómo podemos justificar su utilidad en estos días? Nunca, como hoy, la filosofía se ha encontrado tan desfasada de la opinión dominante de la época. La hipermodernidad en la que habitamos, como señala Lipovetsky (2007) ha asestado un golpe maestro a la filosofía, un golpe que ha llegado por dos flancos: la verdad científica -instrumentalizada en la razón liberal- que menosprecia cualquier reflexión por fuera del rendimiento productivo y, por otra parte; la emergencia de prácticas disociativas que abstraen a los sujetos de su entorno, su contexto y su comunidad: la omnipresencia del mercado en las esferas pública, privada y virtual -acaso un concurrencia interrelacional de los dos esferas anteriores- y la radicalización del consumo; la mediatización de la vida individual y colectiva; la permeabilidad moral y la legitimación de las éticas personalizadas pay per view; la exacerbación del placer como mandato productivo en clave de valor de cambio (capital material) y valor de “posteo” (capital cultural, simbólico, virtual y otros calificativos para legitimar las dinámicas ética aspiracionales del marco acumulativo).
A pesar de que Nietzsche anunció la muerte de dios hace casi 200 años, no fue hasta la llegada de la hipermodernidad que pasamos el duelo.
A pesar de que Nietzsche anunció la muerte de dios hace casi 200 años, no fue hasta la llegada de la hipermodernidad que pasamos el duelo. Bajo la funcionalización del término “resiliencia” el (anti)pensamiento hegemónico ha “descremado” los actos comunitarios y ha dejado disponible en las vitrinas únicamente prácticas individuales (servicios monetizables), individualizantes e individualistas que enfrentan al sujeto a la tiranía de la productividad (desde el ámbito de lo racional) y la dictadura del mandato del consumo hedonista (desde el ámbito de los instintivo).
La polis, como el espacio de encuentro con el otro, ha sido despojada de su capacidad de construir vínculos societales. La saturación tecnológica ha invadido todos los rincones del quehacer humano, convirtiéndonos en los Hansel y Gretel hipermodernos que, involuntariamente y sin consentimiento, dejamos huellas trazables susceptibles de vigilancia y control con el agravante de que esas huellas son, además utilizadas para prefigurar comportamientos futuros, volviéndonos seres recurrentes, predecibles y formateables.
En el imperio de la autorreferencialidad el sujeto se asume dueño de su vida y ejerce/entiende su libertad como ausencia de límites. La consigna sapere aude kantiana, en su versión hipermoderna, implica derribar cualquier canon externo sin advertir el vacío que produce la gula. El ser mira al abismo nietzscheano y ya, ni siquiera permite que este mire nuestro interior ya que la fila de turistas lo apura a registrar la experiencia y marcharse. El mito de la caverna ya no refiere a Platón sino a la atracción de mall que escribió Saramago.
El sujeto, que regresa del entierro de dios, ha tenido que ocupar su lugar y en “el umbral del segundo ciclo de secularización ética: la ética del post-deber” (Tames, 2007, p.50) ha emitido un mandamiento único: Serás feliz por sobre todas las cosas, el mismo que se convierte en el mandato hegemónico de un retorno a la mistificación de la ética y que, para tal cometido, ha construido dispositivos “filosóficos” para justificar la fetichización de la mercancía-producto; mercancía-servicio; mercancía-experiencia y la mercancía-humano.
La felicidad como mandato construye el mundo a imagen y semejanza de la abundancia, de la saturación y de la gula productivo-hedonista. El lema no pain no gain santifica la explotación (laboral, moral, emocional, mental, sexual, ambiental) incluso atribuyendo más mérito si se la hace por cuenta propia. Bajo la denominación de emprendimiento, se oculta la sacrificialidad salvífica de estilos de vida Instagram, Uber, Tinder, OnlyFans.
La felicidad hipermoderna, no obstante, y a pesar de su enaltecimiento del vacío, no puede abstraerse completamente de referencias, más ya no le sirven los altares y sus santos, ni tampoco los balcones de los mesías seculares del siglo XX, hoy la referencia es la vitrina del influencer que posee su propia farmacopea para prescribir a sus seguidores.
Así las cosas; la filosofía, como radical ejercicio de duda y ausencia de certezas -que de ninguna forma es exclusiva de un lector de Platón o de Hegel o tiene que ver con el academicismo del conocimiento disciplinar- ha sido suplantada por una ética mindfulness donde pensarnos felices es más importante que la realidad material que sustenta una mínima noción de dignidad humana, donde el otro no es más que un ser yuxtapuesto a nuestro modus vivendi.
Dicho lo anterior, podríamos decir que vivimos una radical crisis civilizatoria, lo que sociológicamente merece otra discusión. Sin embargo, y para eliminar cualquier pretensión de novedad, la humanidad históricamente, con ayuda de la filosofía (¿o, por culpa de esta?) ha disputado el sentido de lo humano y los giros copernicanos han sido varios: De las cosmogonías presocráticas, pasando por las nociones comunitarias del zoon politikon de Aristóteles y la República de Platón, la edad antigua se terminó con la exaltación del individuo con el epicureísmo, estoicismo y cinismo. Por su parte, desde la edad media pasamos de la hegemonía imperial judeocristiana occidental a la emergencia de la ilustración y la constitución del Estado racional secular moderno y de ahí hemos girado la exaltación del individuo hipermoderno.
Sin embargo, ¿qué hay de común en esta suerte de esquema histórico cíclico (totalidad-comunidad-individualidad)? Con cierto pesar, podremos afirmar: una revolución derrotada. Lejos de vanidades interpretativas; tanto en el contexto actual como en cada momento de radicalización del yo, son los tiempos consecuencia del fracaso de la filosofía mundana; es la reacción propia de la pérdida de esperanza en el horizonte de lo humano.
En referencias mitológicas, la condena de Prometeo cuando robó el fuego a los dioses para entregarla a los hombres o el castigo de expulsión de Adán y Eva del Paraíso, el sufrimiento es la consecuencia de la humanidad que se atreve a perseguir la sabiduría. Así también, la humanidad contemporánea en crisis, es la consecuencia del ser humano asumiendo las riendas de su propio destino.
Hoy, la historia pasa cuentas con el intento humano, profano y pagano de intentar tomar el cielo por asalto. La dialéctica de la historia demuestra que todo intento fallido de construir una noción de humanidad en la que cada integrante asume su condición en igualdad; que los proyectos filosóficos que interpelan el poder y que no logran desarrollarlo de forma radical, tiene por consecuencia el retorno a los cuarteles de invierno de la humanidad, lo que en palabras de Séneca sería nuestra morada interior y que ahora, es nuestra individualidad transparente e hiper rastreada.
Tal vez, lo paradojal de nuestra época es la sensación de culpa que justifica la pena. Nunca antes el ser humano había tenido acceso a tanta información, a tantos instrumentos para satisfacer sus necesidades y, sin embargo, no somos capaces de lograrlo. El fracaso de la razón supone el triunfo del presente y, por lo tanto, la derrota de la filosofía y el retrotraimiento de la humanidad a su condición de dominación, sea por dios, por el cosmos o, actualmente, por un grupo reducido de la misma especie. Las dos primeras como mito, la última como el logos del yo conquiro del que habla Dussel (2018).
El humanismo de la igualdad material decimonónico o el humanismo de la diferencia identitaria del siglo XXI, debemos aceptarlo, en sus intentos de superar la paradoja de “civilización o barbarie”, que mencionaba Luxemburgo, han sucumbido ante la materialización de la civilización como barbarie de la que habla Benjamin.
Tanto el intento de construir un humanismo del primer tipo que nos permita comprender la existencia, presente en Kierkegaard, Heidegger, Camus, Sartre, así como la reconceptualización de humanidad, presente en Butler, Bauman, Byung Chul Han, Zizek, han sido apabullados por la razón instrumental propia de Max Weber o Margaret Tatcher y ahora por la de Noah Yuval Harari, Bill Gates, Elon Musk y Jeff Bezos, respectivamente.
Volviendo a la afirmación inicial, la utilidad de la filosofía está en despojarnos de toda certeza, está en poner a la humanidad como el tablero de disputa. La filosofía como la herramienta de la humanidad para develar la inexistencia material y presente de lo aquello que llamamos humano. La filosofía como dispositivo para encontrar lo humano que yace en las ruinas de la civilización.
Mientras no seamos capaces de resolver las implicaciones de lo común, la humanidad no será más que un proyecto y, por lo tanto, un campo de batalla.
Mientras no seamos capaces de resolver las implicaciones de lo común, la humanidad no será más que un proyecto y, por lo tanto, un campo de batalla. Tal como afirma Benjamin (2021):
El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer (p. 4).
Por ello, la filosofía ha sido recurrente en preguntar: ¿Quién soy? ¿Quiénes somos? Y sus respuestas jamás han sido las mismas. Condicionados por nuestro contexto histórico, solamente la filosofía nos ha permitido comprender que, como diría Marx (1980): “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia” (p. 5).
Hoy la batalla parece crucial, definitiva, total. La filosofía de nuestro tiempo debe ser, no tanto como un sujeto y su libreta tomando apuntes de lo que mira, sino como un cirujano que, a falta de bisturí, debe intervenir en el enfermo con un machete.
Bibliografía:
Alighieri, D; (1978). La Divina Comedia. Editorial Bruguera, España.
Benjamin, W. (2021). Tesis de Filosofía de la Historia. https://dialektika.org/2021/03/29/tesis-sobre-filosofia-de-la-historia-walter-benjamin/
Marx, K. (1980). Contribución a la crítica de la economía política. Siglo XXI.
Montano, R. (2018). El ego conquiro como inicio de la modernidad. Teoría y Práxis, 13-27. https://lamjol.info/index.php/TyP/article/view/6389/6159
Tames, E. (2007). Lipovetsky: Del vacío a la hipermodernidad. Casa del Tiempo, 1(1), 47-51. R
[1] https://n9.cl/i0x53
[2] https://n9.cl/odlb0j