Filosofía, ¿para qué? – Elsa González
No es extraño, como podría suponerse, escuchar cuestiones tales como: ¿Para qué sirve la filosofía y si es que acaso, tiene alguna utilidad visible e inmediata? ¿Por qué razón y con qué objetivo los filósofos siguen tercamente librando inútiles batallas intelectuales? ¿Tiene algún interés hoy en día acercarse al pensamiento de filósofos y filosofías del pasado cuya actualidad es, por lo menos, dudosa? Estas y otras aseveraciones resultan ciertamente sintomáticas de este presente acuoso, por decirlo de algún modo.
Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista polaco-inglés (1925-2017) usa la categoría de sociedad líquida para dar cuenta de una sociedad individualista y privada, de precarios vínculos humanos, donde las relaciones tienen carácter transitorio, mudable e inestable; una sociedad que cambia aceleradamente, marcada por la incertidumbre y la imprevisibilidad; un tiempo sin certezas, flotante y carente de fondo, distinta a la realidad sólida anterior. No es nuestro objetivo aquí, exponer la problemática de la categoría de sociedad líquida, pero valga decir que, a este tenor, cabría preguntarse entonces, ¿de que le vale a una sociedad sin certezas, incierta, fragmentada, pensar, racionalizar, buscar fondo y cuestionar la realidad que percibimos en todas sus aristas humanas, más allá de lo que lo que evidencia la inmediatez y de aquello que creemos? ¿para qué sirve la profundidad del saber y el anclar haciendo frente a nuestra temporalidad?
Estos y otros cuestionamientos sobre el carácter mismo de la filosofía ciertamente, no se formulan para otras ciencias y disciplinas cuya función practica inmediata, útil, necesaria, parece más que evidente. Sin embargo, la pregunta ¿para qué la filosofía? resulta ser una cuestión seria, profunda y de filósofos. Efectivamente, la filosofía, a diferencia de otras disciplinas y ciencias, se hace cuestión de ella misma, de sus propios, radicales y últimos fundamentos. Esta autorreflexión, se constituye en una metafilosofía, dado que piensa fundamentalmente en su propia naturaleza, sus métodos, objetivos y teorías. José Gaos, filósofo español exiliado en México (1900- 1960) llamará filosofía de la filosofía a este cuestionamiento hacia adentro, que tiene como efecto, la renovación filosófica misma, orientando la necesaria reflexión.
Parece entonces que es forzoso distinguir entre aquello que es útil de manera inmediata y práctica, de aquello que es valioso. Lo útil, evidentemente, es aquello que nos genera algún provecho, algún rédito, interés, comodidad inmediata, en tanto que lo valioso, es aquello que hace que las personas deseemos, estimemos algo por sí mismo o en relación con otra cosa pues, son ciertas cualidades que hace que algo sea deseable, así lo había ya estimado Platón. Así por ejemplo, la justicia es algo deseable y por ello valiosa, aunque no sea inmediatamente útil. Algo puede ser útil para nosotros y sin embargo, no ser valioso, y algo valioso no necesariamente es útil. En consecuencia, la filosofía no es una actividad útil de manera inmediata, en la medida en que sí lo es, por ejemplo, aprender a reparar el motor de un vehículo, en esta perspectiva, la filosofía es absolutamente inútil.
Paradójicamente esta condición de la filosofía, esto es, la de ser valiosa, va acompañada de su inutilidad, en la dinámica de una actividad práctica inmediata. Entonces, ¿cuál es la dimensión práctica de la filosofía? De la ciencia diríamos que su dimensión práctica es la técnica, así, por ejemplo, resulta que la mayoría de nosotros usamos un computador, un celular, una televisión, un ascensor, y no somos expertos en termodinámica, en electrónica, o en física, sin embargo, ninguno de estos aparatos podía haber sido construidos sin un conocimiento previo, riguroso y experto en estos asuntos.
Evidentemente, no se necesita haber estudiado académicamente filosofía para comprender ciertas realidades, tener criterios certeros y llegar a ciertos consensos. Así, por ejemplo, sabemos del grado de libertad social que tenemos, comprendemos los principios de la justicia en los que estamos amparados; hemos llegado a el acuerdo relativamente común sobre lo que es valioso tanto individual como colectivamente y que, por lo tanto, debe respetarse y cuidarse; tenemos criterios sobre el régimen político en el que vivimos; así también podemos estar de acuerdo en la necesidad urgente del cuidado de la naturaleza. En general, se trata de una serie de percepciones, ideas y conceptos con los que comprendemos la realidad, nos permiten actuar en ella, relacionamos intersubjetivamente, experimentar y movernos en el mundo de la vida. Sin embargo, aunque éstas son cuestiones que nos parecen por demás evidentes, no han podido ser resueltas sino parcialmente y sólo después de siglos de rigurosa reflexión filosófica, aunque muchos lo ignoren.
Así resulta que la dimensión práctica de la filosofía parce ser la formación del pensamiento, la conducción o la configuración del comportamiento de las personas y del colectivo social. La filósofa y ensayista rusa-norteamericana Ayn Rand (1905-1982) en una intervención frente a cadetes diplomados de la Academia Militar de West Point, New York en marzo de 1974 manifestaba que, para vivir el hombre necesita actuar; para actuar, debe tomar decisiones; para tomar decisiones, debe determinar un código de valores; para definir un código de valores el hombre debe saber qué es y dónde está, esto es, debe conocer su propia naturaleza y la naturaleza del universo en el cual actúa, significa que necesita de la metafísica, epistemología y ética, es decir, de la filosofía. El hombre no puede escapar de esta imperiosa necesidad, queda entonces que la filosofía guie su vida, sea por decisión o por casualidad.
La filosofía es, ante todo un pensamiento vivo, interpelante consigo mismo y con la realidad toda y a profundidad, no se contenta con lo evidente, con aquello que la percepción nos muestra, con lo que se sabe, o se cree saber, con lo que se dice; busca el sentido profundo y explicativo de nuestro mundo, de los acontecimientos, de los problemas, superando en mucho cualquier prueba de utilidad, a pesar de que, las respuestas sean siempre y por necesidad incompletas y transitorias. Pensar, racionalizar es absolutamente necesario, y mucho más en una sociedad acuosa donde la solidez parece distenderse; reflexionar nos permite el ejercicio de situarnos desde nuestra propia temporalidad frente a los problemas a partir de una perspectiva histórica y social y ver con claridad reflexiva la forma de abordarlos, precisamente para poder superarlos.
¿Filosofar, reflexionar para qué? Precisamente para colocarnos más allá de las creencias no siempre ciertas que dominan los medios, las redes sociales, más allá de las opiniones, y prejuicios que son comunes en la lógica de la práctica cotidiana, más allá de las consabidas fórmulas políticas vaciadas de todo contenido y realidad. Filosofar, no para construir una elite académica de pensadores crípticos, sino para posibilitar el ejercicio de un pensamiento crítico, capaz de evaluar y analizar consistentemente la realidad de la que se trate y que pueda mostrar que las cosas y problemas pueden verse y resolverse de otra manera.
Ya el viejo Platón había entendido que la filosofía era algo imprescindible en la vida de las personas, así lo expresa en su carta VII cuando dice: “Cuánto más conocía yo a los políticos y estudiaba las leyes y las costumbres, más difícil me parecía administrar bien los asuntos del Estado. El derecho y la moral se hallaban corrompidos, y aquella situación donde todo iba a la deriva me producía vértigo. Entonces me sentí irresistiblemente movido a cultivar la verdadera filosofía y a proclamar que solo su luz puede mostrar dónde está la justicia en la vida pública y en la privada, convencido de que no acabarán las desgracias humanas hasta que los filósofos de verdad ocupen los cargos públicos, o hasta que, por una gracia divina, los políticos se conviertan en auténticos filósofos. (324b-326b)
Al parecer, esta idea platónica cobra actualidad si miramos nuestro alrededor político que muestra sin lugar a duda, la imperiosa necesidad de la correcta conducción del Estado, no precisamente por filósofos, pero sí, por verdaderos conocedores en asuntos que competen al Estado y a las necesidades e intereses de los ciudadanos.
Y la filosofía se hace cada vez más indispensable, así lo muestran las profunda crisis política que alimenta al monstruo de la corrupción y de la injusticia, poniendo en riesgo el mismo sistema democrático; la incomprensible guerra; los irreparables daños provocados a la naturaleza y los problemas globales; crisis a todo nivel, situaciones que hacen de la filosofía aún más necesaria y valiosa, en la medida en la que los nuevos problemas requieren ser pensados, conceptuados, aclarados desde una inteligencia crítica, que permita pensar para actuar y transformar.
Ante la preocupación de que, si hoy en día tienen algún interés acercarse al pensamiento de filósofos y filosofías del pasado, diremos que, tiene perfecta actualidad, por supuesto aprendemos de un pensador pues sus ideas son siempre pistas de investigación, líneas de trabajo, herramientas conceptuales, instrumentos que permiten otros pensamientos, otras indagaciones, otras posibles respuestas y también otros problemas. Y es que una tarea fundamental de la filosofía no es la de la repetición de pensamientos, sino la problematización de la realidad, de los fenómenos, de los acontecimientos, de aquello que decimos, pensamos y hacemos. No hay que perder de vista el hecho de que, el pensamiento es algo vivo, flexible y dinámico, moldeable, lo contrario sería la muerte intelectual.
Otros piensan que la filosofía es un esfuerzo inútil, una loca voluntad de intentar pensar lo impensable. Sin embargo, ¿Quién dice lo que se debe y no se debe pensar?, ¿Quién decreta el nivel “prudente” de profundidad, de indagación y pertinencia del pensamiento?
¿Quién dice lo que se debe y no se debe pensar?, ¿Quién decreta el nivel “prudente” de profundidad, de indagación y pertinencia del pensamiento?
La filosofía podría entenderse como el arte de formar, de inventar y fabricar conceptos y el filósofo como un especialista en conceptos; sabe cuándo los conceptos no son viables, arbitrarios, incompletos o inconsistentes, pero también puede reconocer cuando los conceptos están bien concebidos. Sin embargo, a decir del filósofo francés Gilles Deleuze (1925- 1955) la filosofía no es un mero arte de formar conceptos, sino una disciplina cuyo objetivo consiste en crear nuevos conceptos. El filósofo trabaja en la tensión intensa que ejercen los conceptos, pues sabe bien que crear conceptos, no significa haber dicho la última palabra, o tener la verdad sobre la realidad estudiada. Los conceptos también mueren, se renuevan, cambian y por ello mismo se encuentran siempre en un contínuo proceso de deconstrucción.
Otra de las ideas comunes sobre la filosofía es la de que, nos permite aprender a pensar en el sentido socrático, es decir, el de conocerse a sí mismo reconociendo la propia ignorancia, pero también la posibilidad de asombrarse de todo cuanto hay como el inicio del conocimiento. Sin embargo, la filosofía, no es, como pudieran pensar algunos, mera contemplación de ideas o en el mejor de los casos, una iniciación necesaria para toda reflexión. Ninguna ciencia espera que los filósofos creen conceptos para luego pensar ellos los problemas propios de sus disciplinas, así como también, nadie necesita haber estudiado filosofía para poder pensar y reflexionar.
Entonces ¿para qué sirve la creación de conceptos? ¿cuál es su finalidad? Por supuesto, no se trata de lo que comúnmente hoy escuchamos en campañas publicitarias que muestran las bondades de un producto a través de lo que denominan “conceptos creativos”, por ejemplo, de una marca de zapatos, el concepto de servicios de un hotel, o de un nuevo y versátil computador, etc. esto es, el concepto como elemento creativo y eficaz en la venta de mercancías. La idea se banaliza hasta tal punto, que no es infrecuente escuchar, por ejemplo, “la filosofía de tal o cual producto”.
Más allá de este mal entendido, hay que saber que no hay concepto filosófico que sea simple. El concepto tiene una serie de componentes, puntos de vista, razones, certezas. Tampoco un concepto tiene todos los componentes posibles, pues esto sería suponer que el concepto está ya acabado. Además, no es posible encontrar conceptos que no dependa de otros o implique una serie de interacciones. No hay concepto aislado, todo concepto remite siempre a un problema o conjunto de problemas y tienen sentido, en la medida en que permiten comprender y solucionar ese problema. Tanto en la ciencia como en la filosofía los conceptos se crean y se forman en función de los problemas.
Empero, los conceptos también tienen su historia, su pasado, su origen, se alimentan de otros conceptos anteriores, aunque hayan servido a problemas diferentes. En los conceptos podemos encontrar pedazos, trozos, rezagos de otros conceptos, que pueden, además, ser rastreados. Los conceptos pueden tener historias diferentes, remitirse a diferentes problemas y, sin embargo, se relacionan entre sí, coexisten y contribuyen juntos para hacer comprensible un problema determinado, al tiempo que permiten encontrar otras formas de pensar el problema para poder resolverlo.
Pero, además, el concepto es incorpóreo, no está como están aquí y ahora las cosas que podemos ver y tocar, el concepto carece de espacialidad y de temporalidad. En este sentido, el concepto es un acto del pensamiento, una forma de la inteligencia que nos permite comprender, interpretar y explicar la realidad.
Aún más, el esfuerzo de filósofo por comprender y explicar la realidad valiéndonos de conceptos, implica la posibilidad de transformar los significados que se han constituido y que alimentan nuestro modo de vivir en el mundo. Los retos de la filosofía hoy, a decir del filósofo español Jacobo Muñoz (1942-2018) es la de transformar los significados construidos, interpelar y discutir los discursos dominantes o hegemónicos, crear nexos y puentes de sentido siempre frágiles y limitados, trabajar en la creación de una cultura crítica cuyo objetivo sea el de liberarnos de la fatalidad biológica y social, de las limitaciones de un entorno irreflexivo y tantas veces cruel.
La actividad del filósofo no es pues, de modo alguno, un pasatiempo inofensivo como considerarían quienes se encuentran irreflexivamente muy cómodos en la zona de confort de su pequeño mundo. La filosofía resulta peligrosa, ofensiva, perturbadora, irreverente y muchas veces demoledora; de hecho, puede producir serios desencantos y desajustes. Vivimos muchas veces en una falsa familiaridad con el mundo y con nosotros mismos, la filosofía rompe con esta familiaridad, nos hace sospechar de lo habitual, de aquello que creemos cierto, rompe con nuestras seguridades y esquemas mentales adquiridos.
La actividad del filósofo no es pues, de modo alguno, un pasatiempo inofensivo como considerarían quienes se encuentran irreflexivamente muy cómodos en la zona de confort de su pequeño mundo.
Y es que la filosofía se constituye en un pensar crítico, no dogmático, un pensar sobre problemas teóricos y prácticos del hombre, de tal modo que la filosofía tiene el carácter de una actividad crítica, y esto orienta su preguntar. Se trata de una actitud ante el mundo y ante el conocimiento, una toma de posición en la construcción de conceptos, contenidos y también en la construcción del diálogo posible. Su función crítica, trituradora, demoledora, pone en cuestión las ideas de la religión, de la ciencia, de la democracia, de las ideologías, etc. evita cualquier fanatismo y cualquier dogmatismo.
La filosofía no se contenta con las evidencias, con lo que aparece como normal
Finalmente diremos que la filosofía se vincula con la necesidad y el interés por la verdad. Ahora sabemos que la verdad no es neutral ni aséptica. En su sentido original, la verdad significa “ficción” que en realidad tiene que ver con modelar, componer, dar forma. A la filosofía le interesa formar, modelar, encontrar la verdad. Pero resulta que la verdad es variable, esquiva, presenta múltiples formas y aristas, es histórica y como tal, contingente. La filosofía no se contenta con las evidencias, con lo que aparece como normal, con la superficie acuosa de las cosas, se constituye, ante todo, en una reflexión y un discurso continuo sobre preguntas radicalmente últimas.