Una ecuación incompleta: torres de marfil y abandono. La misión de la filosofía. – Esther Sánchez
Ir a las cosas mismas, sin dejar que nos arrastre la voraz fuerza de la deriva. No ha de dudarse de la misión de la filosofía, si es que la filosofía tuviera alguna misión: introducir, a sabiendas de ello, el dedo en una llaga que duele. La apelación a lo escatológico y purulento, a la infección, la inflamación o la enfermedad es un buen recurso porque siempre asegura la atención del receptor, de los espectadores. Introducir el dedo en la llaga es formular —a deshora— preguntas incómodas, esas que ponen de manifiesto lo que con frecuencia se oculta y ahoga. Estamos, entonces, ante un auténtico proceso de develamiento o de apertura de claros en el bosque, como si se tratase del Lichtung heideggeriano.
Empero, introducir el dedo en la llaga es, análogamente, ser capaz de posar los pies, desnudos y a menudo heridos, sobre la tierra que permite abandonar la torre de marfil. Una tierra dura, seca, caliente. Una tierra que no se abona, que arde, que produce prurito en la planta de unos pies tristes y enfermos. Una tierra yerma, esperando algo de sustrato, un poco de agua. La misión de la filosofía es formar parte de las realidades que son reales.
Realidades incómodas. Cuando se trata de la filosofía y su historia —que no de la historia de la filosofía, que parece ser lo único que goza de cierto crédito y respeto dentro y fuera de la academia—, se es consciente de sus cuasi eternas idas y venidas: de la utilidad a la inutilidad y de la inutilidad a la utilidad en un proceso que es cíclico y por ello, su hedor se asemeja al de los círculos viciosos. Un baile macabro que no se detiene: historia de la filosofía, el formato más vendido junto al fenómeno del coaching.
Ahora, en la actualidad que somos, asistimos al develamiento de una realidad incómoda: apenas se hace filosofía y la que triunfa, es un extraño sucedáneo de muy mala calidad, similar a las pretensiones y anhelos de los alquimistas y curanderos que no son de antaño, que siguen hoy entre nosotros. Pensar en ello me hace recordar el gusto extremadamente salado de la salsa de soja de imitación. No obstante, a pesar de la necesidad constante de beber agua y orinar tras vaciar buena parte del recipiente que contenía la salsa, sigo consumiéndola. ¿No ocurrirá lo mismo con la filosofía de bolsillo? ¿Qué hay de los beneficios económicos? ¿Qué historia o historias narran las cifras?
Sobre estos extraños fenómenos solo cabe decir que la filosofía es tan útil como necesaria, pero hay que escindir la que vale de la que pervive al gozar de ciertos poderes mágicos para clonar el dinero. Humo y monetización nada tienen que ver con las llagas, el pus y los dolores. Cuando un filósofo o filósofa comparte estas afirmaciones, el grito se eleva presto y fuerte. En primera instancia, aluden a que nadie puede habitar en el mundo si no es de la mano del dinero. Que haya filosofía barata, de usar y tirar afirmando, por ello, la que sí es útil, no es sinónimo de andar buscando una cueva en la que refugiarse de la sociedad y dar rienda suelta a la pobreza. Diríase que la calidad entra en conflicto con otras cuestiones. Perseguir la no monetización de lo vulgar no equivale, en ningún caso, a convertirse en un monje que se entierra vivo y toca una campana.
Cada cierto tiempo, un titular acapara los medios: se necesitan filósofos.
Cada cierto tiempo, un titular acapara los medios: se necesitan filósofos. De manera análoga, comunican —comparten con el mundo incrédulo— que el número de matriculados en filosofía ha aumentado de manera inusitada. Entonces, llegan los vítores y aclamaciones. En ambos casos, es cuestión intrincada creer que es cierto lo que se afirma. En el primero, a pesar de no poder negar que se necesiten filósofos —porque se necesitan más que nunca—, nos damos de bruces con que la realidad en que nos hallamos inmersos, es diferente. En el segundo caso, tampoco podemos creer lo que expresan las cifras. No se trata de dudar del dato o engrosar las filas de los neófitos negacionistas. ¿Crecen los matriculados en filosofía? Sí. ¿Debemos dar crédito a lo que viene después de la primera y sensacionalista afirmación? No. Es absurdo creer que goza de alguna importancia el incremento de los porcentajes, sobre todo cuando es consecuencia directa de algo similar al efecto rebote: estudiar filosofía no es, en ningún caso algo que pueda ser considerado serio, encontrar respuestas a esas preguntas que nos formulábamos con cinco años. Recuerdo la que puede ser considerada mi primera crisis existencial con total nitidez. Creo que ni siquiera había cumplido los citados cinco años de edad. Tras un cálido baño de agua, espuma y cariño, mi madre me había sacado de la bañera y envuelto en una toalla. Cuando empecé a pensar, esa tarde, probablemente mi madre también me hubiera peinado todo el pelo hacia atrás. Me di cuenta de que no sabía quién era yo ni cuál era mi verdadero rostro, puesto que solo sólo me había acercado a mi propia existencia a través del reflejo en el espejo. Entonces, sentí una sensación de vacío tan profunda que bien podía asemejarse a un cuadro de náuseas serpenteantes. Ése fue mi primer encontronazo, pero desde luego no me matriculé en filosofía para encontrar una respuesta. Como mucho, uno acude al médico para tratar la náusea.
Sin embargo, en el marco de la pandemia producida por el Covid-19, vimos cómo las cifras crecían a pasos agigantados: la gente estaba asustada y buscaba respuestas, necesita encontrar el sentido a lo que hacían, a su vida y existencias. Debí haber abierto una botella de vino, emborracharme, dormir y olvidar cada titular leído, cada noticia escuchada. La filosofía no es eso. Estudiar filosofía no es hallar el sentido de la vida, del mismo modo que narran algunas epopeyas para adolescentes. La filosofía puede parecerse más al truncado viaje de Gilgamesh para hacerse con el elixir de la inmortalidad, esa planta que una vez encontrada, le es arrebatada por una serpiente. Entonces, ni todo lo que se afirma es tan cierto como creemos, por su impacto; ni desde la filosofía estamos preparados para responder a las necesidades del mundo actual.
En el ámbito de la filosofía, se convive con un extraño y vergonzoso fetiche que nada tiene que ver con lo sexual. Con esta negación sé que he perdido buena parte de los lectores, pero aquí el interés por la carne es otro. El fetiche filosófico es la constante acusación al mundo de la empresa de ser hermético porque se niega a incluir otros puntos de vista o formas de pensamiento, no obstante, no se trata de una realidad completa a la que podamos otorgar la categoría de ser cierta. Lo real es que, desde el mundo de la filosofía, no suele darse la talla. Ha quedado claro que existe un enclaustramiento en la historia de la filosofía, pero hay más. Las necesidades —imperiosas— de la actualidad que habitamos van de la mano, en un alto porcentaje, de la convivencia del ser humano con la(s) tecnología(s), sobre todo aquellas enlazadas a la virtualidad. Huelga afirmar que la filosofía aún existe en la repetición de un mantra que debería haber pasado de moda: la tecnología es antagonista de lo humano. Temen, los filósofos, ser reemplazados por una máquina o inteligencia artificial. Muestra de ello es el reciente revuelo originado a partir del boom de las inteligencias artificiales generativas.
Huelga afirmar que la filosofía aún existe en la repetición de un mantra que debería haber pasado de moda: la tecnología es antagonista de lo humano. Temen, los filósofos, ser reemplazados por una máquina o inteligencia artificial.
Dolidos —dolientes— por no formar parte de las corporaciones, pero resistiéndonos a explorar los fenómenos cruciales que acontecen a nuestro alrededor. Cruciales, porque han sido [muy] capaces ya de cincelar, de nuevo, al ser humano, otorgándole formas nuevas. Reconvirtiendo o transformando las dimensiones que nos hacían ser, llegando a dar paso a nuevas y desconocidas vías de existencia.
El lenguaje, la concepción del cuerpo biológico y la(s) realidade(s) que no(s) rodean(n) como resultado de la virtualidad.
La velocidad de las manecillas del reloj, la vida y la muerte en los mundos ofrecidos por los entornos digitales. El procesamiento de la información y las limitaciones del ser humano. La espiritualidad. Las emociones y sentimientos. Las pantallas que se convierten en ventanas. La identidad, el género. Todo ello ha mutado, ha cambiado. Ha crecido. Se ha intensificado. Del mismo modo que Raymond Kurzweil en La Singularidad está cerca afirmaba que la barrera entre la ciencia y los mitos o la magia, era difusa; no existe ninguna línea que sea ya capaz de separar el plano tangible de lo digital. Habitamos y nos habitamos desde la virtualidad, nos (re)conocemos. Hemos atravesado nuestro particular proceso de metamorfosis sin que la filosofía haya querido o quiera dar cuenta de ello, por estar entretenida persiguiendo demonios que no existen.
Hemos atravesado nuestro particular proceso de metamorfosis sin que la filosofía haya querido o quiera dar cuenta de ello, por estar entretenida persiguiendo demonios que no existen.
El lenguaje, tantas veces catalogado como nuestro gran distintivo. El lenguaje se ha transformado de la mano de nuestro habitar digital y con ello, la cultura y sabiduría colectivas. Nuevas formas han emergido y continuarán emergiendo, sin que la filosofía considere los videojuegos o las redes sociales como campos serios de investigación. ¿Debemos seguir hablando de inutilidad, no se trata más de no saber tornar la filosofía útil porque nos negamos a explorar las herramientas que necesitamos?
El ser humano es más que un cuerpo biológico, a pesar de necesitar su soporte para continuar existiendo en los términos que le aplicamos a la existencia para ser considerada como tal, esto es, en el plano tangible. A pesar de ello, desde la filosofía apenas se hacen esfuerzos por abordar el fenómeno y cuando se hacen, se atacan con saña. Pensar en el abandono del cuerpo biológico, en primer lugar, nos retrotrae a los postulados de Donna Haraway en su Manifiesto Cyborg y por extensión, acabamos por pensar en los luciferinos transhumanistas, olvidando por completo una tradición milenaria en torno al desprecio del cuerpo biológico, ese que ha sido considerado la cárcel del alma. Cíborgs y robots o humanos biomejorados como signo del próximo apocalipsis, pero ¿no puede encontrarse la utilidad de la filosofía en estos postulados en relación a lo que somos hoy y lo que llegaremos a ser? Todas estas cuestiones son tomadas entre pinzas, considerándolas parte de una ciencia ficción que, ni mucho menos, puede ser entendida como ciencia. Pero la realidad muestra cómo, cada vez, pasamos más horas dentro de los mundos ofrecidos por los videojuegos. La virtualidad, en este caso, nos brinda un cuerpo que no es biológico, que escapa a las limitaciones hasta ahora conocidas y permite conocer y habitar el mundo desde otros prismas.
Somos un ser-para-la-muerte. O no. ¿Qué hay del tiempo, la vida y esa temida muerte cuando habitamos la virtualidad? ¿Y del procesamiento de la información y las limitaciones que nos sesgan en el plano tangible? ¿Qué ocurre en torno a la identidad y la concepción del género? La virtualidad, experimentada dentro de los mundos ofrecidos por los videojuegos, es capaz de transformar estas nociones, concepciones y realidades con sus particulares modos de existencia. Los lectores ya saben cómo va a acabar este párrafo: ¿qué hay de la filosofía en relación al fenómeno del videojuego, se está explorando desde la apertura o se sigue pensando que es un enemigo público? Como puede adivinarse, estamos más cerca de lo segundo que de lo primero.
Pareciera que el mundo es una realidad angosta desde que es, como si todo lo ocurre en el entorno de la filosofía es negativo o insuficiente, pasado de moda o fuera de lugar. Caminar hacia los extremos no es una decisión sabia: puede afirmarse que hay intereses e investigaciones que ya han sido capaces de ahondar en las cuestiones citadas, es decir, ya han sido develadas o están cerca de serlo. No obstante, no deja de ser un problema que sean las menos. Hemos de develar la propia utilidad de la filosofía y para ello, es obligado someterse al incómodo proceso de rebuscar más allá del pus y la sangre de las primeras capas de la llaga. O lo que es lo mismo, rescatar fragmentos dorados más allá del polvo, los insectos y deshechos que habitan bajo las alfombras que esconden lo que no deseamos ver.