Arte de calle y estética de lo efímero. Entre el punctum variable y la reauratización en el desgaste | Alicia Martínez

Cada grieta y cada mancha son testimonios de un tiempo que la atraviesa y la habita. Allí donde la restauración busca eliminar las marcas del tiempo, el arte de calle recoge como parte de su sentido.

 

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La experiencia estética ante el arte de calle nos arroja sobre un territorio de reflexión en el que tiempo, materia e intención creadora confluyen en una síntesis dialéctica y paradójica: una obra que se agota en su propia existencia. Si el arte “convencional” aspiraba a la conservación, el mural, el grafiti o el paste-up se reconocen perecederos desde su nacimiento; más esta conciencia de finitud no empobrece la experiencia estética, sino que la transforma radicalmente, convirtiendo al deterioro y la alteración, como signos del paso del tiempo, en parte constitutiva de su sentido. El arte de calle, en tanto efímero, se rebela contra la eternidad de la pretensión de consagración y reivindica la fluidez heraclítea de lo real: cada mirada contempla una nueva obra y en cada instante, en el que se exhibe, un nuevo sentido.

La calle como ese espacio del tránsito y de lo imprevisible se convierte en el escenario y soporte de un arte que asume su condición de devenir, una forma de estar siendo y de hacerse de forma continua. Si, por su parte, en las galerías o museos la obra está resguardada en una suerte de suspensión temporal, el muro expuesto a la intemperie es un cuerpo vivo enfrentado a la erosión del clima, a la intervención humana y a la superposición de otras marcas. Siguiendo a Heráclito podemos encontrar en el arte de calle una metáfora consistente: nadie contempla dos veces la misma pintura callejera. Así: la mutación sustituye a la permanencia.

Barthes (1990), en La cámara lúcida, introdujo el concepto de punctum para designar ese detalle inesperado que interpele y hiere la mirada del espectador, eso que escapa al control del fotógrafo y que, sin embargo, dota de singularidad a la imagen. Si trasladamos esta noción al arte de calle, hallamos que el punctum ya no es un elemento fijo o contingente en el instante de la creación, sino un campo de posibilidades. El arte de calle no posee un solo punctum, sino múltiples, emergentes y cambiantes. Lo que en un primer momento pudo ser un trazo, días después puede serlo la grieta que atraviesa la pared o la mancha de humedad que distorsiona el contorno de una figura. El punctum deja de ser un accidente involuntario del artista para volverse una serie de acontecimientos materiales y humanos que alteran la obra. La ciudad misma se convierte en coautora, multiplicando las heridas que la mirada puede recibir.

El arte de calle desplaza la noción barthesiana del studium —el campo de lo cultural, de lo legible— hacia una región más porosa y compleja, puesto que el sentido no se construye solo en la contemplación, sino en la participación involuntaria del entorno. La pared es un archivo colectivo, un palimpsesto donde la mano humana y la naturaleza urbana dialogan, se tensan y conflictúan. Las capas de pintura que cubren una obra o los carteles que se adhieren y se despegan, los rastros de humedad o de hollín que velan los colores, suponen un acto de reinscripción. La obra se deshace, pero en su deshacerse se vuelve texto vivo.

Es este carácter mutable el que confiere al arte de calle una dimensión performativa aún sin proponérselo. Sin ser un arte de la acción, se convierte en el registro de una performance involuntaria: la de la ciudad actuando sobre sí misma, es decir la polis interviniendo-se en la res-pública. Cada cambio en la superficie es un gesto temporal y por la tanto una manifestación del devenir. Entonces, el desgaste no supone un signo de destrucción sino un testimonio de que el tiempo pasa y de que nosotros pasamos con él. La experiencia estética se revele como una experiencia de nuestra condición temporal. Frente al simulacro de eternidad de las obras conservadas, el arte de calle nos recuerda que toda forma está sujeta a la desaparición, que toda belleza es transitoria y que la historia inicia y acaba en lo humano.

Esta consciencia del tiempo transforma también la relación entre arte y memoria. Si en la tradición occidental la trascendencia de la obra consistía en su capacidad para perdurar para integrarse en los “bienes de la cultura”, tomando la referencia de Benjamin, el arte urbano subvierte esta lógica en tanto que su trascendencia radica precisamente en su desaparición. Lo que persiste no es la materia, sino el registro, la huella, la fotografía que intenta retener un instante previo a la disolución. Sin embargo, este registro no actúa como sustituto y en él se produce lo que podríamos llamar, una reauratización en el desgaste.

Benjamin afirmaba que la reproducción técnica destruía el aura de la obra de arte, es decir, su unicidad irrepetible. Pero en el caso del arte de calle ocurre lo contrario: la reproducción, la fotografía, el video, la documentación, pueden devolverle un aura que ya no reside en su originalidad material, sino en la conciencia de su pérdida. Ver una fotografía de un mural borrado es experimentar una forma nueva de aura, una aura póstuma, hecha de ausencia. La imagen registrada se impregna de una suerte de melancolía de lo que ya no existe, de la certeza de que el objeto contemplado fue y ya no es. Y es, precisamente, en esta inversión donde el arte de calle revela cómo la desaparición puede ser fuente de una intensidad estética inédita y radical.

La obra callejera, en su desgastarse, se “empobrece” materialmente, pero ese empobrecimiento es a su vez un enriquecimiento aurático. Cada grieta y cada mancha son testimonios de un tiempo que la atraviesa y la habita. Allí donde la restauración busca eliminar las marcas del tiempo, el arte de calle recoge como parte de su sentido. La ciudad se convierte así en un museo del devenir, donde las obras se transforman al ritmo de la vida urbana. En esta convivencia entre creación y destrucción, entre intervención y desaparición, se revela una estética de la impermanencia que desafía las nociones convencionales de valor y de autoría.

El arte de calle nos enseña, con mucha más radicalidad, que el sentido estético no es propiedad del artista ni del objeto, sino del proceso. En la medida en que la obra se separa de su creador y entra en el flujo de la ciudad, deja de ser un objeto para volverse acontecimiento. Su belleza no se encuentra en la imagen original, sino en el devenir de sus transformación. La contemplación de la obra de calle no busca fijar una forma, sino asistir a su tránsito. El espectador se convierte también en testigo del flujo del tiempo, en partícipe de un flujo que erosiona la materia y, en términos contemplativos, modifica su sentido.

La diferencia no es solo material, sino también simbólica y cada mirada se enfrenta a un nuevo conjunto de signos. La obra no se destruye, sino que se reinventa incesantemente en su impermanencia y su desvanecimiento abre posibilidades al lienzo urbano. Así, el arte de calle no busca consagrarse, sino vivirse; no aspira a durar, sino a transformarse, aún en contra de lo que su autor pretenda. Su potencia no reside en su estabilidad, sino en su vulnerabilidad y devenir.

El arte de calle, en su condición efímera, nos devuelve una experiencia estética del tiempo. El punctum deja de ser un detalle fijo y se convierte en una sucesión de heridas que el mundo y lo humano infligen sobre la materia para permitir que el aura renazca en desgaste y desde la pérdida. En última instancia, contemplar el arte de calle es contemplar nuestra propia temporalidad: ser testigos de cómo todo lo que somos está siempre a punto de desaparecer, y precisamente por eso, poder contemplarla nos hace conscientes de nuestro tiempo histórico.

Referencias

Barthes, R. (1990). La cámara lúcida. Paidós.

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