¿Hay alguna manera más eficaz de odiar a alguien que escuchar su música? No me refiero a intercambiar recomendaciones de canciones con alguien que nos genere algún agrado, aunque también sucede. Me refiero principalmente a escenarios donde no hay consentimiento. ¿No nos sentimos especialmente xenófobos cuando escuchamos ritmos caribeños en la casa del vecino? ¿No nos sentimos especialmente racistas cuando escuchamos gente rapeando en un bus de servicio público? ¿No nos sentimos especialmente clasistas cuando un compañero de trabajo tararea o, peor aún, canta una canción en su cubículo? ¡Qué rápido se suspenden los derechos humanos cuando suenan mariachis en el barrio! Escenarios mundanos, si así se quiere. El tema de esta revista introduce un factor específico, a saber, que se trata de la era algorítmica. Mi objetivo, lejos de entrar en reflexiones respetables sobre el papel de la tecnología en la configuración del humano como ser globalizado, es mucho más mundano. Solo quiero exponer la manera en la que el ciudadano común con acceso a internet y a un parlante, más que verse iluminado por tonos angelicales inspirados por Euterpe, simplemente se vuelve más fastidioso.
Es tentador pensar en la música como aquello que une los pueblos. Imaginamos el Himno a la alegría como esta alabanza al espíritu humano, o al menos europeo, y una lágrima corre por nuestra mejilla. Se entiende la música como aquello que sana la mente y se gastan cantidades irrisorias de dinero y energía para tocar desordenadamente un tambor sucio en una sesión de musicoterapia, como si la clase media-alta no tuviera suficientes canales de expresión emocional. Se hacen largas e inoficiosas reflexiones sobre la tan necesaria descolonización de nuestra tierra americana a través de los ritmos latinos, de modo que darle un Grammy a Shakira es más o menos lo mismo que la batalla de Ayacucho. No estoy diciendo que la música no tenga un lugar importante en la humanidad o que debamos asumir una perspectiva cínica ante la apreciación musical. No debemos olvidar las palabras de Lorenzo: “El hombre sin música en el alma, insensible a la armonía de dulces sonidos, solo sirve para intrigas, traiciones y rapiñas” (Shakespeare, 1872, p. 138). Por el contrario, mi propuesta es que para apreciar verdaderamente la música, con la importancia que amerita, debemos tener presente en todo momento la profunda náusea que nos genera escuchar ruidos populares.
Esto tampoco es simplemente una reflexión sobre la estética o el propósito formador de las artes. ¿Qué más da? Si estoy en mi casa y el vecino de arriba pone reggaeton a todo volumen, no me invaden deseos de dirigirme al Timeo para constatar si los ritmos que escucho son educados y si lo que penetra mi alma es, en efecto, una gracia tal que siento crecer mi virtud. A lo que me dirijo es al cajón de cuchillos de cocina y al navegador de internet para buscar lugares donde enterrar cadáveres suficientemente cercanos. ¿Sentiría menos odio si valorara positivamente la estética musical del vecino? La experiencia muestra que no mucho.
Para tomar algo en serio, es mi parecer, debemos valorar sus capacidades destructivas. Cualquier cosa que podamos entender únicamente en términos agradables es mera propaganda. Si entiendo la maternidad y los bebés como lo más bello que puede existir, lo más importante que puede hacer una mujer, lo más hermoso que puede tener una pareja unida bajo el sacramento del matrimonio, estoy repitiendo propaganda cristiana y estoy omitiendo vómito, insomnio, llanto y excremento. No, mi propuesta de apreciación musical se alinea más con aquella de Quignard (1998), para quien existe en la percepción auditiva es particularmente pervasiva, pues el sonido ignora barreras organicas e inorganicas, no se encuentra completamente adentro o afuera del cuerpo, antecede a otros sentidos como el olfato o la visión y se le aparece a él como infinitamente pasivo, pues “las orejas no tienen párpados” (p. 160). ¿Quién puede leer esto y no pensar en el Himno a la alegría como una invasión empalagosa al sagrado derecho al odio a los demás?
Sabemos que la musica fue usada como tortura en Guantanamo, aunque los estadounidenses sostienen que ese no era el propósito. Según la CIA, (NBC, 2009) el propósito de someter a detenidos a horas ininterrumpidas de música elegida por su carácter ofensivo para sus creencias a altos volúmenes simplemente eran “motivos de seguridad”. Yo estoy de acuerdo. Creo que a través de la tortura musical la CIA se aseguraba de que, a pesar de la nominacion de Persépolis al Óscar, a pesar del balón de oro de Salah en el Mundial del 2019 y si, a pesar de la existencia del Himno a la alegría, los seres humanos somos seres mezquinos que transformamos en armas cualquier intento por trascender de la otredad. La música entendida también en su dimensión grotesca nos recuerda que, por tolerantes que creemos ser, nuestra lealtad la debemos al odio por el otro. La música, tomada en serio, es la alteridad encarnada. Simplemente resulta ser que los demás son un dolor de cabeza.
Uno de los grandes temores de los conservadores ha sido el papel de la tecnología en la formación de la sociedad, de manera que la sospecha del tipo de contenido al que acceden los niños en sus celulares es ubicuo. Sin embargo, sostengo que es el caso contrario el que debería preocupar. No es la capacidad de recibir contenido la que debería ser preocupante, sino la capacidad de emitir contenido de forma masiva. Es la capacidad de seducir, a través de oratoria, ritmo o pintura, la que nos hace bajar la guardia y nos hace querer aceptar e incluso, Dios nos libre, amar al otro. Es por eso que debemos recordar siempre aquella sensación de asco que nos genera la música que le agrada a las masas. Debemos resistir la tentación de eliminar las barreras que existen entre humanos y fijarnos en lo disonante. Debemos decir, como Porcia, (Shakespeare, 1872): “Me conoce como el ciego al cuco: por la mala voz” (p. 140).
Referencias
Quignard, P. (1999). El odio a la música: diez pequeños tratados. Editorial Andrés Bello.
NBC (2009). Musicians turn up the volume on Gitmo debate. https://www.nbcnews.com/id/wbna33423672
Shakespeare, W. (1872). El mercader de Venecia. M. Miniesa.