Estéticas en disrupción: cuerpo, espacio y juego en la era digital de la inteligencia artificial | Kevin Benavides

Pero la estética, al contrario que el ideal, no se agota en lo humano. Antes de nosotros, la naturaleza ya desplegaba armonías y formas que podían conmover sin necesitar de un espectador. La montaña no requiere nuestra mirada para ser majestuosa, ni el mar necesita del poeta para ser sublime. Esa trascendencia revela que ni el arte humano ni las creaciones algorítmicas son dueños del fenómeno estético: ambos son apenas modulaciones de una fuerza mayor, que nos precede y nos excede.

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El espacio público, esa vieja promesa de lo común, parece haber cambiado de lugar. Hoy ya no es únicamente la plaza o la calle: también son las pantallas, los feeds, las redes donde la vida cotidiana se convierte en flujo de imágenes y signos. Allí donde antes gritaba un grafiti, ahora circula un meme; donde antes se reunía una multitud en una fiesta barrial, ahora se convoca un concierto virtual en una plataforma global. Este desplazamiento no es menor: redefine la manera en que lo estético se manifiesta y, sobre todo, la forma en que lo habitamos.

En este contexto emerge la inteligencia artificial, capaz de generar obras, imágenes y sonidos que parecen arte, pero cuya procedencia desconcierta. ¿Puede haber estética sin cuerpo? ¿Puede haber experiencia estética cuando lo que nos conmueve no proviene de la vivencia humana, sino de la recombinación algorítmica? La pregunta abre un horizonte filosófico y político: el arte ya no es sólo un territorio de resistencia cultural, sino también un laboratorio de negociación con máquinas que simulan creatividad.

Desde siempre, la irrupción de nuevas herramientas en el arte ha generado tensiones y resistencias. La fotografía fue acusada de no ser “arte verdadero” porque no mediaba la mano del pintor; el cine, en sus inicios, fue visto como entretenimiento vulgar sin valor estético; la música electrónica ha sido despreciada por quienes afirman que sin instrumentos “reales” no hay auténtica creación. Basta pensar en Gorillaz, banda virtual que, con su fusión de animación y producción digital, redefinió la experiencia musical más allá del purismo instrumental. Sin embargo, lo que persiste en todos estos casos es lo mismo: la transmutación de sentimientos en formas sensibles que generan experiencia estética. La herramienta cambia, pero el arte permanece.

Vista así, la inteligencia artificial no debería ser criminalizada ni segregada como amenaza, sino entendida como una herramienta más en la historia de la creación. Puede y debe ser regulada, criticada, cuestionada, pero rechazarla de plano sería repetir la vieja lógica de exclusión que acompañó a cada innovación artística. Lo que importa, en última instancia, no es si el medio es manual, analógico o digital, sino si logra abrir la experiencia estética, conmover, despertar sensibilidad.

Este artículo explora tres ejes —cuerpo, espacio público y juego/fiesta— como territorios donde se disputa el sentido de lo estético en la era digital. El hilo que los une es la tensión entre mercantilización y disrupción: entre un mercado que captura todo gesto creativo y una pulsión estética que, aun domesticada, insiste en escapar. Finalmente, propondré una salida más allá de la resistencia: un arte que no sólo protesta, sino que también fluye, en sintonía con la sabiduría del Wu Wei y con la conciencia de que la estética trasciende al ser humano.

El cuerpo como archivo estético

Desde el origen, el cuerpo ha sido el primer soporte de lo estético: gesto, voz, danza, piel, memoria. No es casual que las primeras obras de arte fueran marcas corporales —pigmentos en la roca aplicados por manos anónimas, huellas que eran al mismo tiempo signo y cuerpo. La estética se ha entendido así como materialización del sentimiento humano: lo que nace en el interior se hace forma para ser compartido.

En la era de la inteligencia artificial, este vínculo se fractura. Los algoritmos pueden replicar cuerpos, simular expresiones, inventar rostros. Un modelo generativo puede pintar una figura doliente con maestría formal, pero esa figura no proviene de una memoria sufrida ni de un gesto vivido. ¿Qué significa entonces la experiencia estética cuando el cuerpo representado nunca ha sentido?

El dilema no es simple. Por un lado, la IA reproduce inevitablemente los sesgos y prejuicios de sus programadores y de los datos con que fue entrenada. Sus “cuerpos” son espejos deformados de nuestros propios imaginarios sociales. Pero, por otro lado, la IA abre posibilidades inéditas: inventa corporalidades imposibles, mutaciones sintéticas, hibrideces que ningún artista humano había concebido. Entre el eco y la innovación, lo algorítmico nos obliga a repensar qué entendemos por estética encarnada.

Como advirtió (Merleau-Ponty, 1945/1993, p. 112), “el cuerpo no es un objeto entre objetos, sino el punto cero de toda percepción”. De ahí que lo estético no se pueda desligar del ser encarnado. Incluso en el cruce con la tecnología, como sugiere (Haraway, 1985, p. 100) en su Manifiesto Cyborg, “la corporalidad híbrida se convierte en un nuevo lugar de experiencia estética, donde lo humano y lo maquínico no se excluyen, sino que se entrelazan”.

La discusión sobre si la experiencia estética requiere necesariamente de sentimientos humanos corre el riesgo de olvidar algo decisivo: la estética trasciende al hombre. Antes de que acuñáramos la noción misma de “lo estético”, ya había belleza en un atardecer, en la simetría de una concha marina, en el murmullo de un río. La naturaleza, en su despliegue, nos excede; no necesita de nuestra mirada para ser portadora de formas y armonías. Esto revela que la estética no es una invención exclusivamente humana, sino una dimensión que nos antecede y nos atraviesa. Bajo esta perspectiva, incluso las creaciones algorítmicas no serían una anomalía, sino una prolongación más de ese flujo estético que se expresa en distintas materialidades: la carne, el muro urbano, el código digital.

El espacio público y sus apropiaciones

El espacio público es otro escenario donde la estética se disputa. Tradicionalmente concebido como lugar de encuentro ciudadano, en realidad pocas veces ha sido verdaderamente público. Lo que se llama “público” está atravesado por decisiones de poder: qué se permite mostrar, qué se considera estético o agradable a la vista, qué se censura como “sucio” o “ilegal”. En ese sentido, la plaza no pertenece al pueblo, sino a las autoridades que delimitan su uso.

Frente a esta captura, surgen estéticas de la rebeldía. El grafiti, por ejemplo, no es un adorno marginal, sino un acto político de apropiación. Escribir en el muro es decir “aquí estamos” en un espacio que nos niega. Es fuego que quema la normalidad visual, protesta que interrumpe la rutina urbana. Pero también es fiesta: color colectivo, afirmación vital que celebra la presencia del ser en lo común.

En la era digital, este gesto se transforma. El muro se convierte en feed, el grafiti en meme, la protesta en hashtag. Lo que antes duraba minutos en un barrio, ahora circula años en internet, multiplicado hasta el infinito. Pero en ese tránsito también se diluye la potencia: lo disruptivo puede volverse mercancía estética para consumo rápido. El arte urbano corre el riesgo de ser estilizado como NFT o convertido en filtro de aplicación.

La curaduría institucional, representada en bienales y museos, funciona de manera similar a los algoritmos de las plataformas: selecciona, filtra, decide qué estética circula y cuál permanece invisible. En ambos casos, la pregunta política es la misma: ¿qué se gana y qué se pierde cuando lo rebelde es institucionalizado? La apropiación del espacio público —físico o digital— sigue siendo un campo de batalla estético, donde lo que se disputa es nada menos que el derecho a existir con sensibilidad propia.

Juego y fiesta: entre disrupción y captura

Si el cuerpo encarna la estética y el espacio público la distribuye, el juego y la fiesta representan su fuerza disruptiva. Huizinga, (1938/2007, p. 15) definió el juego como “suspensión de la normalidad: un espacio donde las reglas ordinarias dejan de regir”. Caillois, (1958/1994) lo amplió con categorías como agon (competencia), alea (azar), mimicry (simulación) e ilinx (vértigo). Todas ellas comparten un mismo impulso: quebrar la lógica utilitaria del trabajo y la productividad.

La fiesta, Echeverría, (1998, p. 57), radicaliza esta suspensión: “se convierte en transgresión social, en communitas donde las jerarquías se disuelven y emerge un sentido igualitario momentáneo”. Turner, (1969, p. 96) mostró cómo en “los rituales festivos se experimenta esa igualdad efímera que rompe el orden cotidiano”.

En la era digital, estas potencias lúdicas y festivas parecen multiplicarse: videojuegos, raves virtuales, memes que circulan como carnavales virales. Un ejemplo ilustrativo es el concierto de Travis Scott en Fortnite, donde más de doce millones de jugadores participaron simultáneamente en una experiencia estética colectiva. ¿Fue un juego, un espectáculo o una fiesta digital? Lo significativo es que allí se activó una communitas transnacional que, sin embargo, estuvo mediada y monetizada por una corporación. Este tipo de eventos muestra tanto el potencial como la captura del juego en la era digital.

La gamificación convierte el juego en herramienta de productividad; la fiesta online se mercantiliza en festivales digitales patrocinados; los memes se vuelven marketing disfrazado. Aquí la tecnología actúa como doble agente: posibilita experiencias lúdico-festivas inéditas, pero al mismo tiempo facilita su captura por el mercado. La pregunta crucial es si aún es posible recuperar en lo digital la fuerza disruptiva del juego y la fiesta, o si todo termina domesticado en mercancía estética. Quizás la tarea de una estética crítica sea precisamente esa: rescatar lo lúdico como resistencia, aun en medio de algoritmos que lo convierten en producto.

Más allá de la resistencia: el arte como fluir

Hasta aquí hemos mirado el arte como protesta: cuerpo que resiste, muro que se rebela, juego que interrumpe. Pero reducir el arte únicamente a la resistencia sería empobrecerlo. Desde la tradición taoísta, el principio de Wu Wei —“acción sin esfuerzo” o “no acción forzada”— nos recuerda que el arte también puede fluir sin imposición, como un río que encuentra su cauce. En este sentido, crear no significa dominar la forma ni controlar el resultado, sino dejar que la obra emerja con naturalidad, sorprenda incluso al propio creador y se conecte con un orden más amplio que lo humano.

El arte digital, visto así, puede ser simultáneamente fuego que protesta y agua que acompaña; glitch que interrumpe y silencio que contempla. Reconocer esta dimensión nos libera de la obsesión por el ideal y nos invita a habitar lo estético como un acto vital siempre inacabado, pero no por ello menos pleno.

El ideal imposible y la apertura de lo estético

La inteligencia artificial nos confronta con una paradoja semejante a la de los héroes y los ideales. En Superman: Paz en la Tierra (Ross y Dini, 2021), incluido en la compilación Liga de la Justicia: Los superhéroes más grandiosos de la Tierra (Edición absoluta), el héroe descubre que, pese a sus poderes infinitos, no puede erradicar el hambre ni la injusticia, porque lo que falla no es la fuerza sino la condición humana. Como él mismo reconoce: “No puedo vencer a todas esas generaciones de miedo, de igual forma que no puedo obligarles a aceptar lo que les traigo. […] Sus piedras se rompen al golpearme o bien rebotan a un lado, sin causar daño. Pero todas me duelen” (Ross y Dini, 2021, pp. 48–49).

Del mismo modo, en el guion de Conclave (Straughan, 2024), el cardenal Sabbadin recuerda: “Somos hombres mortales. Servimos a un ideal – no siempre podemos ser ideales” (p. 90). Ambas escenas muestran que lo esencial no está en alcanzar la perfección, sino en sostener la búsqueda aun sabiendo que será incompleta.

Pero la estética, al contrario que el ideal, no se agota en lo humano. Antes de nosotros, la naturaleza ya desplegaba armonías y formas que podían conmover sin necesitar de un espectador. La montaña no requiere nuestra mirada para ser majestuosa, ni el mar necesita del poeta para ser sublime. Esa trascendencia revela que ni el arte humano ni las creaciones algorítmicas son dueños del fenómeno estético: ambos son apenas modulaciones de una fuerza mayor, que nos precede y nos excede.

De este modo, lo estético no pertenece ni al hombre ni a la máquina, sino al mundo mismo. Reconocerlo nos libera de la obsesión por el ideal imposible y nos invita a habitar el arte —humano o digital— como búsqueda, error y apertura. Lo estético, en su trascendencia, seguirá estando más allá de nosotros, recordándonos que cada gesto creativo, incluso en la era de la inteligencia artificial, es apenas un eco de esa inmensidad.

 

Referencias

Benjamin, W. (2003). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ítaca.

Bourdieu, P. (1995). Las reglas del arte: Génesis y estructura del campo literario. Anagrama.

Caillois, R. (1994). Los juegos y los hombres. Fondo de Cultura Económica.

Echeverría, B. (1998). El juego, la fiesta y el arte. Universidad Nacional Autónoma de México.

Haraway, D. (1985). A cyborg manifesto. Socialist Review, 80(2), 65–108.

Huizinga, J. (2007). Homo ludens. Alianza Editorial.

Merleau-Ponty, M. (1993). Fenomenología de la percepción. Planeta-Agostini.

Ross, A., y Dini, P. (2021). Superman: Paz en la Tierra. En Liga de la Justicia: Los superhéroes más grandiosos de la Tierra (Edición absoluta). OVNI Press.

Straughan, P. (2024). Conclave [Guion de producción, Pink Revisions]. House Productions Ltd.

Turner, V. W. (1969). The ritual process: Structure and anti-structure. Cornell University Press.

Zuboff, S. (2019). The age of surveillance capitalism: The fight for a human future at the new frontier of power. PublicAffairs.

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