Entonces, quizá debamos aprender de los vallenatos farianos, aplicados en un contexto de lucha rural, y cómo sirvieron para atraer a cientos de miles de campesinos pobres a una lucha de liberación.
Cuando realizamos una radiografía de los diversos movimientos “contraculturales” que se configuraron de manera mainstream en los últimos 60 años, nos encontramos con una dura realidad. Desde el movimiento hippie y punk, con su psicodelia esotérica, por un lado, hasta la crudeza industrial frenética por otro, estos movimientos fueron desarticulados por la inducción al consumo masivo de drogas y el sentido más hedonista liberal. Vemos también una generación de músicos ligados a los procesos revolucionarios latinoamericanos, cuya “desarticulación” pasó por la erradicación y los exilios forzosos. Ambos ejemplos, aunque distantes y con características disímiles, nos demuestran el interés del sistema en erradicar cualquier herramienta de disputa del sentido —en este caso, desde la música— y su capacidad organizadora.
La producción musical, por ende, la de la cultura, responde innegablemente al mismo proceso de reproducción y producción de la vida misma, ergo, del sistema. Cuando entendemos que la música es una herramienta de disputa —no moderna, sino histórica— de las diversas sociedades, y sobre todo de las clases sociales en conflicto, logramos dimensionar que la música es un producto de la praxis humana, determinada por las condiciones de las formaciones sociales en las que se desarrolla. En otras palabras, es parte del tejido social.
Agustín Cueva (2012), siguiendo a Lenin, reflexionó sobre las dimensiones de la cultura (para nuestros fines incluye también el análisis de la música como producto cultural), pues, a su criterio, existen dos formas de distorsionar el análisis sobre el “problema de la cultura”: la primera, desde la concepción liberal, que no concibe a la cultura como un producto histórico, sino espiritual (una cultura tokenizada); y por otro lado, el error del economicismo de cierto marxismo, al concebir la cultura solo como un producto de clase. En este sentido, Cueva entiende que la cultura contiene dos elementos o dimensiones:
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- El vinculado a las relaciones sociales de producción, es decir, las ideas, costumbres, hábitos, la ideología en sí misma; y
- El del contenido técnico de la cultura, es decir, los conocimientos y maneras de hacer que implican los diversos grados de dominio del ser humano sobre la naturaleza.
En este marco, debemos entender dos elementos centrales de la disputa y organización alrededor de la cultura, y por tanto, de la música como herramienta de resistencia y emancipación. El discurso (es decir, la letra) en la música se encarga de la disputa o asimilación ideológica (razón hegemónica); en este momento de la “industria musical” y de la mercancía de consumo irracional, este fenómeno ha generado, a través del consumo fugaz y acrítico, que las letras importen “menos”. Entonces, resulta que el mercado, a través del artista, genera “música sencilla y reciclada y que nunca dice nada, ¿será que no tienen nada que decir?” (Delgadillo, 2004, 1:37-1:42); o como lo expresó Adorno (2009): “Cuando ya nadie sabe hablar de verdad, entonces, ciertamente, nadie sabe ya escuchar” (p. 17).
Ante la segunda dimensión de la cultura nos encontramos con la técnica, la teoría, el conocimiento que, si bien se produce en un marco de relaciones sociales, debemos aprehender, hacerlo nuestro. Partamos de la real existencia de una música de clase, proletaria y revolucionaria: esta no podría conocerse, ni siquiera percibirse desde el concepto más sensorial, sin los instrumentos, la composición o la producción. Claramente, los medios de producción cultural y artística los tiene la burguesía; sin embargo, debemos también disputarlos, expropiarlos y socializarlos para los sectores históricamente marginados del quehacer artístico.
Alrededor de este primer bosquejo se va entendiendo entonces la importancia de la “escena” cultural, no solo referida a un género o tipo de música, sino a la escena como expresión organizada de sectores de las masas. Los movimientos contraculturales que mencionamos al inicio no “construyeron” una escena alrededor de la música, sino al revés: la música fue expresión de sus aspiraciones, molestias y, por ende, de sus condiciones materiales y concretas. En Ecuador, la “movida cultural” no ha logrado consolidarse como una escena movilizadora que trascienda los grupos de intelectuales. Quizá el mejor momento de este problema haya sido la articulación de grandes escritores y artistas de variada índole a las causas sociales, a través de la militancia revolucionaria del PSE y del PCE entre los años 30 y 50. Fuera de aquello, pese a haberse consolidado una institución autónoma (la Casa de la Cultura) en los años 40, en nuestro país no se ha logrado organizar a sectores populares que desarrollen expresiones culturales propias.
Entonces, construir una escena no es un enunciado vacío, algo entendido solo por la máxima “el arte por el arte”, sino que requerimos artistas que partan desde la militancia; es decir, que primero encuentren una razón y necesidad en organizarse con las demandas y aspiraciones de los sectores populares, y desde esas luchas, darle un sentido a la música. En términos técnicos —y hasta marketeros—, claro, que el género musical y su elección van a tener un mayor o menor impacto en la eficacia de articularse con las luchas de tal o cual sector social. No podemos olvidar que las masas consumen de manera cotidiana lo que el sistema les brinda (mercancía cultural), por lo que su “gusto” está determinado por la estética y ética del sistema. Quizá, desde esta perspectiva, lo mejor sería hacer “reguetón revolucionario” o “pop revuelta”, si al final es más eficiente que tocar música “pesada” y de difícil asimilación.
Estos debates, que son más tácticos, deben resolverse sin descuidar una dimensión central del problema: la disputa ideológica (el fondo). Porque la forma —relacionada con la técnica, el tipo de música, etc.— es parte de lo adaptativo de nuestras acciones. Entonces, quizá debamos aprender de los vallenatos farianos, aplicados en un contexto de lucha rural, y cómo sirvieron para atraer a cientos de miles de campesinos pobres a una lucha de liberación. Todo va a depender del contexto de lucha que queramos desarrollar y de nuestro compromiso con la música como herramienta de organización.
Referencias
- Adorno, T. W. (2009). Disonancias / Introducción a la sociología de la música. Akal.
- Cueva, A. (2013). Ensayos sociológicos y políticos. Ministerio de Coordinación de la Política y Gobiernos Autónomos Descentralizados.
- Delgadillo, F. (2004). Carta a Francia [Canción]. En El duelo [Álbum]. Independiente. https://open.spotify.com/intl-es/track/4yDqWFTRmWGLnnksgxst9X?si=aeff5cb686e34854
Fotografía: Patricio Borja