La práctica musical es un eje fundamental en la transmisión de la tradición oral, lo que permite que la memoria colectiva sobreviva al paso del tiempo: es un vehículo para recordar y actualizar el pasado fortaleciendo la continuidad cultural de los pueblos.
El arte es un concepto occidental que ha sido racionalizado durante siglos hasta institucionalizarse como disciplina y discurso. Según Rancière, el arte es posible no sólo por la existencia de pintores, músicos o bailarines: “para que haya arte, hace falta una mirada y un pensamiento que lo identifique” (Rancière, 2004 en Méndez, 2009, p. 18). De modo que este fenómeno es concebible por un sistema de pensamiento cuyas categorías se reconocen colectivamente y determinan lo aceptado como “arte” excluyendo aquello que no encaja en dicha estructura. Por ello, resultan útiles planteamientos como el del antropólogo Jacques Maquet (en Méndez, 2009) quien sostiene que una gran cantidad de sociedades no occidentales no necesariamente tienen arte entendiendo a este desde las categorías de sociedades euro-centradas, sin embargo, con seguridad en sus lenguas contemplan sus propios conceptos para describir fenómenos similares. En cualquier caso, el arte es una construcción cultural articulada a un sistema complejo de creencias, códigos y valores a partir del cual se expresa y reproduce los esquemas mentales que dotan de sentido al universo.
La disciplina que ha permitido el arte en occidente es la estética. Para Lourdes Méndez (2009) la base de la estética occidental moderna es la teoría kantiana según la cual “la facultad de juzgar es un atributo de todos los seres humanos” (2009). La definición de lo bello se fundamenta en dicha capacidad y pone en relación la razón pura y la razón práctica[1], trascendiendo la ciencia de lo bello defendida por Baumgarten (en Méndez, 2009) para apostar por una crítica de lo bello, la cual se fundamenta en la experiencia estética producida por el mero acto de contemplar. La estética moderna proveniente de este pensamiento ilustrado, se vuelve un tratado moral o un deber ser que guía el actuar artístico y “legitima la exclusión y la diferente valoración de las obras creadas por mujeres y «primitivos»” (Méndez 2009). En ese marco, se explica cómo dentro de las artes, existen manifestaciones que calzan en los valores socialmente aceptados, frente a otros que tienden a ser tradicionalmente excluidos o marginados. La antropología simbólica ofrece un marco interpretativo de interés para analizar al arte como fenómeno portador de valores y formas de pensar. En ese sentido, pretendo plantear que el arte y en particular la música, es un sistema de distinción y clasificación cultural que permite ordenar, categorizar y semantizar el mundo.
Según Geertz (1994) el significado del arte es local y contextual, ya que su sentido depende de creencias, sistemas de clasificación, símbolos y mentalidades propias de cada sociedad. La música al ser un lenguaje que estructura el pensamiento colectivo se convierte en una herramienta privilegiada para la transmisión de significados y valores culturales a lo largo del tiempo. Por medio de la música se transmiten experiencias, tradiciones y valores que refuerzan el sentido de pertenencia social, tanto a través del mensaje en la lírica, como de la estructura musical (ritmo y armonía). Los géneros musicales tienden a asociarse instintivamente con esferas sociales específicas: la salsa con sociedades caribeñas, el vals con eventos cortesanos, la marimba con la costa, el rap con barrios urbanos, e infinidad de ejemplos. Pero más allá de caer en un determinismo espacial de la música (porque no es la intención insinuar que un determinado género musical se desarrolla solo bajo condiciones geográficas específicas), se trata de entender que la música no existe en un vacío estético, sino que dependen de un entramado sociocultural (Geertz, 1994) como los sistemas de creencias (la música puede ser un vehículo para comunicarse con lo divino) o incluso con estructuras de poder (ciertos géneros musicales pueden representar formas de resistencia a los sistemas imperantes de poder). La práctica musical es un eje fundamental en la transmisión de la tradición oral, lo que permite que la memoria colectiva sobreviva al paso del tiempo: es un vehículo para recordar y actualizar el pasado fortaleciendo la continuidad cultural de los pueblos.
Mary Douglas (1998) planteó que toda cultura organiza la realidad mediante “enrejados” cognitivos que establecen categorías de pertenencia. En Estilos de pensar, argumenta que los sistemas de clasificación no son neutrales, sino que reflejan y refuerzan estructuras de poder. Desde un análisis antropológico de la música como fenómeno cultural, esta autora ofrece herramientas clave para explicar por qué hay géneros musicales más expuestos que otros a juicios estéticos. En ese sentido, sostengo que el metal y sus subgéneros responden a mecanismos de distinción social específicos y se erige como ejemplo de resistencia simbólica ante los intentos de exclusión por parte de los grupos hegemónicos que establecen las normas estéticas “aceptables”. El metal al ser asociado con sonidos “agresivos”, letras transgresoras y una estética oscura, funciona como un marcador de alteridad que desafía estos cánones dominantes.
La misma autora también hace énfasis en el papel del cuerpo y los rituales para la construcción de identidad. Dentro del metal esto puede manifestarse en bailes o performances como el headbanging, mosh, pogo, y otros, que en los conciertos masivos funcionan como rituales catárticos, en ellos se pueden alcanzar niveles de agresividad (consentida) tan altos que, desde una perspectiva de decoro social, podrían considerarse una práctica “barbárica”. Sin embargo, esta forma de distinción cultural es lo que refuerza la cohesión interna de los “metaleros”.
El trabajo etnográfico de Lévi-Strausss sobre la sociedad nabikwara[2], explica la magia como un fenómeno complejo en el que se construyen creencias sociales con base en mecanismos psicofisiológicos reales (1995) y cumple funciones sociales y políticas dentro de las comunidades por lo que resulta susceptible a ser usada incluso como estrategia para fines de poder. La magia en la sociedad nabikwara tiene en común con el arte en sociedades occidentales, en que ambos son fenómenos sociales que dependen del consenso y creencia compartida entre una comunidad. Los fenómenos socioculturales como el arte o la magia, se erigen en una especie de “campo de gravitación” (como sugiere Lévi-Strauss) que define y sostiene las relaciones mágicas (en el caso de la magia con los nabikwara) y la experiencia estética (en el caso del arte y la música con occidente), por lo que la eficacia de una obra artística o mágica se consuma como una realidad socialmente construida, lo que no la exime de tener una base real, psico-fisiológica que le dota de una racionalidad propia.
El escenario donde la música y el mito se actualizan y cobran eficacia material es en el ritual, el cual, no necesariamente hace referencia a los ritos de sacrificio de sociedades folclorizadas o a las ceremonias exóticas presentadas sin ningún tipo de contextualización. El ritual puede presentarse en la propia sociedad de origen, por ejemplo, asistir a un concierto de metal puede considerarse una práctica ritual en la que al unirse al “mosh” el público se conecta con lo divino (o quizá lo diabólico), y donde cantar es una ofrenda sagrada para la audiencia. Empleando términos de Lévi-Strauss, diría que los efectos psico-fisiológicos del metal son magia socialmente concertada.
Ahora bien, esta actitud de rebeldía y resistencia que caracteriza al metal como género musical históricamente marginado, también constituye un campo de tensiones donde su exclusión sistemática se entrelaza con dinámicas de hipermasculinización (Sheree, 2015). El metal se ha constituido como territorio de reafirmación masculina donde se exalta el poder físico y la agresión, que son elementos asociados a la masculinidad hegemónica, y la violencia concertada del mosh es símbolo de camaradería masculina. En el metal, al igual que en cualquier esfera social hegemónica, las mujeres son relegadas a roles pasivos o sexualizados. Resulta interesante lo paradójico de esta hipermasculinización dado el uso performático de melenas largas, maquillaje y ropa ajustada con las que varias bandas de rock y metal masculinas han marcado tendencia. La interseccionalidad en el metal sin duda es un tema de investigación con alcances más amplios a los aspirados en un pequeño ensayo como el presente.
Para finalizar, es mi deseo comentar brevemente sobre la dimensión espacial y temporal de la música y la manera en que la inteligencia artificial puede influir en las formas de habitar y experimentar esta expresión artística. Ingold (2015) sugiere que la relación entre líneas y superficies nos permite repensar la manera en que los humanos interactúan con el entorno, no solo como observadores, sino como participantes activos en la creación y transformación del mundo material. Explica que las líneas reflejan la conexión entre cuerpo y entorno porque son el resultado de la acción corporal en el mundo y, al mismo tiempo, guían y estructuran la experiencia del cuerpo en el espacio. Según Ingold, las líneas no son solo marcas abstractas, sino trayectorias vivas que surgen del movimiento y la percepción corporal. Al cantar, la vocalista traza líneas con su cuerpo a través de sus movimientos, gesticulaciones e incluso de las ondas sonoras que produce con el sonido. La voz de la cantante es una línea sonora que puede ser vista como una extensión del cuerpo humano del que se desprende; el cual sería esta superficie viva y dinámica a través de la cual las líneas se manifiestan y se experimentan: la voz es línea, el cuerpo es superficie.
Además de la dimensión espacial y material, desde la óptica de Lévi-Strauss podemos incorporar el nivel temporal. La sincronía y diacronía son dos ejes esenciales para el análisis estructuralista: la sincronía se refiere a la reproducción simultánea de varios elementos sonoros, por ejemplo, un acorde de guitarra (que es la ejecución simultánea de varias notas dentro de una tonalidad armónica). Por otro lado, la diacronía se refiere a la sucesión temporal del conjunto de sonidos que componen una obra musical, es decir, la melodía durante un periodo de tiempo (Llinares, 1997). Al igual que el pensamiento mítico, la música requiere una dimensión diacrónica para manifestarse y, paradójicamente, a la vez busca suprimir el tiempo creando una experiencia sincrónica para el oyente o receptor del mito. La música, así como el mito, es a la vez presente inmediato y presente extendido.
Ahora bien, en un contexto tecnológicamente mediado, esta experiencia musical se ve significativamente alterada. Mientras que Lévi-Strauss destacaba que la música “inmoviliza el tiempo fisiológico del oyente” creando una totalidad sincrónica (Llinares, 1997), la inteligencia artificial descompone este principio con plataformas de difusión como Spotify donde los algoritmos personalizan flujos sonoros en tiempo real, creando una temporalidad fragmentada que, además, se puede modificar a voluntad mediante comandos de control (play-pause-previous-next). ¿Esto significa, entonces, que la experiencia musical temporal descrita por Lévi-Strauss, sólo puede mantenerse intacta con el ritual del concierto en vivo?
Los rituales musicales (conciertos y danzas) descritos por Ingold como “ceremonias colectivas” donde las líneas sonoras devienen hilos sociales (2015), también han sido trasladados a espacios virtuales a través de generadores de música en tiempo real, desde aparatos que adaptan melodías con biomarcadores del usuario (como sensores que transforman los movimientos en sonidos musicales) hasta plataformas como TikTok que usan algoritmos para viralizar samples transformando a los usuarios en co-compositores pasivos de líneas melódicas populares. De modo que la inteligencia artificial y la experimentación musical tecnológicamente mediada han provocado una revolución en las formas de crear y percibir la música.
La inteligencia artificial definitivamente es un hito histórico, no sólo porque representa el avance tecnológico más novedoso de la actualidad, sino porque está revolucionando las formas simbólicas de ver y entender el mundo. Probablemente se vivió algo similar en el renacimiento cuando se implementó la perspectiva como técnica pictórica. Belting argumenta que “la perspectiva ha sido una técnica cultural, y no solamente un asunto de arte, que simbolizó el derecho a la percepción que cada cual podía ejercer con su propia mirada” (Belting, 2012). Y es que la perspectiva consiste en proyectar la mirada única y particular de un espectador, convirtiendo al mundo en imagen, lo que supuso “una revolución de la mirada” que transformó fundamentalmente la cultura occidental. En definitiva, más allá de las evidentes amenazas en la hipermediatización de las artes, cabría preguntarse si en última instancia, la música mediada tecnológicamente suprime o en realidad actualiza el principio lévi-straussiano según el cual, esta es un puente entre lo natural y lo intelectual, considerando que ahora la humanidad cuenta con herramientas digitales que son partícipes activos de las sinfonías eternas.
Referencias
- Belting, H. (2012). La perspectiva y la cuestión de las imágenes. Caminos entre Oriente y Occidente. En. H. Belting. (Eds,), Florencia Bagdad. Una historia de la mirada entre oriente y occidente (pp. 17-50), Akal.
- Geertz, C. (1994). El arte como sistema cultural. En C. Geertz. (Eds.), Conocimiento Local (pp. 117-146), Paidós.
- Ingold, T. (2015). Trazos, hilos y superficies. En T. Ingold. (Eds.), Líneas. Una breve historia (pp. 65-106.), Editorial Gedisa.
- Lévi-Strauss, C. (1995). El hechicero y su magia. En C. Lévi-Strauss (Eds.), Antropología Estructural (pp. 195-210.), Ediciones Paidós.
- Llinares, J. (1997). Arte y antropología. Notas sobre la música en Lévi-Strauss. En Frankfurt a. M, Pensar lo humano: Actas del II Congreso Nacional de Antropología Filosófica (pp. 223-236), Vervuert Verlagsgesellschaft.
- Méndez, L. (2009). La construcción del campo artístico en las sociedades occidentales. En L. Méndez, (Eds.), Antropología del campo artístico (pp. 15–48), Editorial Síntesis.
- Sheree Rogers, A. (2015). Women in hypermasculine enviroments: an analysis of gender dynamics in the heavy metal subculture. [Tesis de maestría]. University of South Carolina
Notas
[1] El paradigma kantiano distingue la razón pura de la razón práctica, siendo la primera todo lo asociado a las ideas y al conocimiento, mientras que la segunda corresponde a la acción y los deseos. En ese sentido, establece una diferenciación entre ambos sexos donde la razón pura es dominio de los hombres y la razón práctica es propia de las mujeres (en Méndez, 2009).
[2] Un pueblo indígena de Brasil que Lévi-Strauss trae a su análisis para explicar el funcionamiento social, psicológico y simbólico de la magia así como el papel social del hechicero en su comunidad.
Foto: Jonnathán Peláez (PhotoCrew Ecuador)