Música, ruido, orden y subversión. Comentarios sobre la mercantilización de la música | Omar Anguiano

el fetichismo mercantil que se encuentra a través de la circulación de la música en formatos digitales de descarga o streaming nos coloca en la fase de repetición en la que la música se polariza hacia el ruido que impone el poder de la reproducción social del capitalismo tardío:

 

Desde la última década del siglo pasado, y hasta nuestros días, el consumo de mensajes musicales codificados en forma de datos digitales se ha constituido como ejemplo paradigmático de lo que el filósofo Carlos Oliva Mendoza a menudo refiere como “el último modo fetichista del mercantilismo”: el del intercambio dinerario por un falso ‘transporte’ de información. Se trata de un “falso transporte de información” pues esta se encuentra ya en el sistema informático, pero de manera “encriptada”, es decir, bajo cierto código que enruta la información ocultándola, y cuando se produce el intercambio dinerario en las cuentas de crédito, la información se organiza hacia un estado descifrable. En realidad, no hay propiamente transporte alguno de los datos ya que el ‘movimiento’ intercambiario de la mercancía es ‘virtual’: tanto el dinero como la mercancía carecen de referente físico salvo que son codificaciones encriptadas en patrones de ondas de radio, y pulsos eléctricos o luminosos viajando a través de redes de cables y fibra óptica. Tanta fuerza ha tenido este fetichismo mercantil que las ganancias mundiales del negocio de música en formato streaming —consumo de datos mediante almacenamiento temporal, sin necesidad de descargarlos a los que se accede mediante los llamados buffers de datos—, se han tasado en el 69% de la ganancia anual de la “industria de la música” que, se calcula, asciende, a unos 29 billones de dólares norteamericanos por ciclo de reproducción anual. Es decir que la ganancia de los servicios por streaming musical sería de unos 20,01 billones de dólares por año (Rechardt, 2025). La estadística es portentosa, pero sus dimensiones reales pueden percibirse mejor si consideramos que el Producto Interno Bruto de América Latina y el Caribe, fue de 7,1 billones de dólares en el año de 2023 (Banco Mundial, 2025).

Sin embargo, la imbricada relación entre música y fetichismo mercantil no debería sorprendernos pues el arte de lo sonoro ya antes ha adoptado otras formas no menos complejas y rentables desde el punto de vista de las inversiones de capital orientadas hacia la ganancia. Las instancias mercantiles que dominaban el horizonte de la industria cultural durante el siglo XX consistieron en la venta de soportes materiales visibles en los que están grabados los sonidos que conforman la música, y que pueden reproducirse mediante dispositivos decodificadores que cuentan con equipos de difusión sonora: papel de estaño, acetato, vinilos o cintas magnetofónicas cuya reproducción sonora se difunde a través de gramófonos, fonógrafos, tornamesas y reproductores de cinta de cassette.

Empero, ya antes de estas tecnologías —que necesariamente implican lo que Raymond Murray Schafer llamó la “esquizofonía”, es decir, la separación definitiva entre un sonido y su fuente sonora originaria (1994)— encontramos la edición, impresión circulación y venta de partituras y tablaturas, en los que la música está codificada también como diagrama o algoritmo de producción de fenómenos sonoros. Hay incunables que son álbumes musicales que fueron comercializados antes de que el siglo XVI viera la luz, y estos cuadernos musicales, ejemplo dilecto de lo que Carlos Oliva Mendoza refiere como “el libro, esa infinita potencia […] el índice del capital impreso” (2019, p. 50) son, a partir del siglo XVII y hasta entrado el siglo XX, el catalizador de la conformación de los “repertorios musicales modernos”, ya sean regionales, locales, o nacionales.

Baste simplemente recordar que el ejemplar más antiguo de música impresa con tipos móviles es el incunable llamado Constant Gradual, un Breviario para la “Liturgia de las Horas”, posiblemente editado en el sur de Alemania aproximadamente en 1473 con escritura silábica (una nota musical para cada sílaba) y melismática (una sola sílaba se entona con varias notas musicales) sobre un pentagrama. Respecto a la impresión musical a partir del grabado en madera, el ejemplar más antiguo que se conoce es la Intabolatura da leuto del divino Francesco da Milano, “publicado sin fecha ni mención del impresor probablemente antes de 1536” (Latham, 2008, p. 747). Estamos, pues, pensando en torno a la circulación mercantil de la música durante el ascenso indetenible del período renacentista en el que, para asegurar las ventas de las primeras publicaciones, los impresores —como el célebre Ottaviano de Petrucci, quien “recibió una licencia en exclusiva para imprimir música en Venecia en 1498” (Raynor, 1986, p. 132)— se decantaron hacia la edición de “libros litúrgicos”, tomando la forma de graduales o misales, pues sin duda fueron este tipo de álbumes  los únicos que tenían garantizado un mercado, y, en virtud de ello, se anticipaba que podían dar “razonables garantías de que la venta sería bastante amplia” (Raynor, 1986, p. 131). Esta transformación de la música como capital impreso se apuntala en la materialidad social de Occidente a partir de la posibilidad técnica de imprimir música “en fases”:

 

la primera impresión estampaba los pentagramas en el papel, la segunda colocaba las notas sobre el pentagrama y la tercera imprimía las palabras bajo las notas, agregando los números de página, las iniciales decorativas, los títulos y las firmas [el resultado es una música impresa con una claridad y una elegancia que no han sido superadas] (Raynor, 1986, p. 132).

 

Así, la conformación de los “repertorios” musicales modernos y el florecimiento de la polifonía renacentista, fueron posibles gracias a la sofisticación de los procesos de edición e impresión de la música escrita. Pero, asimismo, son el resultado del pujante avance de la burguesía del siglo XVI —que había heredado el poder económico, político y cultural de sus antecesores, los primeros grupos de comerciantes marítimos que se asociaron en torno al crédito para emanciparse de las élites medievales que operaban mediante el capital usurario— por encontrar una “identidad especial”, después de que las identidades culturales de las poblaciones que habitaban las ciudades principales de Occidente (portadoras todavía de profundos elementos étnicos, locales y regionales) habían sido destruidas por la “identidad abstracta” del primer gran capitalismo mercantil. Este capitalismo mercantil llevaba aparejada la enajenación de la tierra al régimen de aparcería, modificando la figura jurídica de posesión de la tierra orientándola hacia formas prototípicas del arrendamiento capitalista (Braudel, 1984). Recordemos lo que Bolívar Echeverría afirmaba en una entrevista del año 2006 en torno a la identidad abstracta de los modernos renacentistas, y su necesidad de “darse una imagen a sí mismos”:

 

el nuevo hombre moderno es un hombre que nace, primeramente, con la necesidad de darse una imagen a sí mismo […] esto es lo increíble, es decir, es un hombre que nace […] vacío de identidad, vacío de figura, de forma, de imagen de sí mismo, y que necesita crearse una […] lo interesante es ver cómo esa eclosión de propuestas de imagen para lo humano que se da en la época del humanismo y del renacimiento, esa ingenuidad con la que los ‘hombres nuevos’, los burgueses creen poderse inventar a sí mismos […] inventarse modas, trajes, gestos o modos de comportamiento […] todo eso […] recibe una especie de disciplinamiento […] cuando aparece la necesidad de mostrar a este hombre nuevo con lo que es su ‘verdadera’ virtud, que es la virtud de adecuarse al funcionamiento capitalista de la economía (Lizardo, 2011, 18:130-19:45).

 

Las imágenes que la sociedad renacentista, ya propiamente moderna capitalista, se da a sí misma estuvieron codificadas, desde su interior, bajo la lógica de valorización del valor económico, es decir, la lógica de la ganancia mercantil. Por eso, la música escrita forma parte de la representación de una sociedad en la que hay diversos grupos sociales que intercambian las formas estéticas que conforman la identidad que construyen de sí mismos, y todo ello está apuntalado sobre el hecho irremediable de que la autoridad única y ecuménica del proyecto cristiano romano había perdido la fuerza necesaria para dar forma a todos los intercambios materiales en Occidente.

Históricamente son, pues, el cultivo y perfeccionamiento de la polifonía escrita tanto como la composición y cultivo de los “repertorios modernos” los dos conjuntos de fenómenos de estilo renacentista que dieron un impulso formidable al fetichismo mercantil en la circulación social de las prácticas musicales. Estos hechos clave en la historia de Occidente están comprendidos al interior de un proceso lento, pero sostenido, de secularización cultural y política que, mayormente a partir de los siglos XII y XIII, provocó, en el campo de la estética, una creciente autonomía de la música escrita respecto a su función ancilar al interior de la liturgia cristiano romana. Recordemos que la elección estética sonora del cristianismo de Roma fue el “canto llano”, a una sola voz, que también puede ser una “monodia”, es decir, varias voces cantando exactamente la misma secuencia melódica. Se trata de lo que hoy conocemos como “canto gregoriano”, un canto al unísono que tenía como propósito la objetividad estética del ritual colectivo y la estandarización en la lectura de los textos de la liturgia. La razón que llevó a la jerarquía eclesiástica de la Roma cristiana a optar por el canto monódico es porque la codificación cantada de un texto es mucho más controlable que una lectura en voz alta demasiado personalizada, que presenta el riesgo de llenarse de excesos retóricos y expresivos. Es decir, que con el canto llano la devoción individualizada quedaba fuera de la liturgia y la liturgia se codificaban de manera exacta y disciplinada.  De este modo, la organización de los sonidos con respecto al texto debía ser precisa, o de lo contrario la efectividad del sentido religioso quedaría invalidada (Raynor, Op. Cit., Cap. 2, Pássim). Estos procesos de disciplinamiento estético fueron rigurosamente observados con la finalidad de evitar cualquier posibilidad de nulidad del ritual. Esto permitía a la comunidad cristiano romana asegurar la continuidad de la eficiente circulación mercantil simple que comprobaba “empíricamente” el buen funcionamiento de la circulación mercantil simple: “la existencia de Dios se comprobaba en el mercado y no en el templo” (Echeverría, 1995, p. 193).

De esta manera, se puede decir que la diversificación del canto llano mediante el cultivo de la polifonía escrita es justo la inflexión que separa a la música del ritual cristiano romano y le da autonomía como un tipo especial y autónomo de mensaje sonoro. Al respecto Jacques Attali Esta Jacques Attali en sus estudios sobre “economía política de la música” ha indicado que,

 

en las sociedades tradicionales, la música no existe en tanto tal; es un elemento de una totalidad, de un ritual del sacrificio [de las diferencias internas del grupo social y de la potencial violencia que dichas diferencias contienen], de canalización de lo imaginario, de la legitimidad (2017, p. 72).

 

Es decir que, en un proceso de más de siete siglos, fueron la potencia del intercambio comercial, tanto como el ascenso de grupos sociales diferenciados frente a la jerarquía católica, así como el laicismo provocado por la abstracción del valor mercantil en los intercambios materiales cotidianos, lo que produjo la aparición de lo que hoy llamamos, autónomamente, “música”. Esto es relevante pues el sistema establecido de financiamiento de las prácticas sonoras a través de la institución eclesiástica del cristianismo romano monacal se disolvió y se diversificó cuando apareció “una clase [social] cuyo poder [estaba basado] en el intercambio comercial y en la competencia” (Jacques Attali, 2017, p. 72). Justo en esos momentos los lugares y canales de difusión de lo sonoro cambiaron junto con la multiplicación de “clientes” que empezaron a comprar lo que empezó a considerarse como “música”, es decir, una serie de representaciones escénicas y sonoras desligadas de la legitimidad de un ritual único e invariable. Empero, debido a la crisis de autoridad social provocada por el dinamismo del intercambio mercantil, estos “clientes” —la Iglesia, las cortes de los principados y los municipios— no fueron capaces comprar la “exclusividad” de las representaciones sonoras, y es por ello que la música circuló socialmente de manera similar a como lo hace el dinero: funcionando como “mercancía general equivalente”, que circula y tiene valor entre grupos sociales heterogéneos, e incluso entre clases sociales antagónicas. La música se convierte en un “equivalente general entre formas heterogéneas de pensar y experimentar al grupo social, y por tal motivo, como indica Jacques Attali: “la música se aproxima al dinero”, y ahí radica la clave para comprender su “economía política” (2017, p. 72-73).

De hecho, en su libro Ruidos, Attali ha postulado cinco grandes fases en la economía política de la música en Occidente: Escuchar, Sacrificar, Representar, Repetir, Componer: sin duda una teoría que merece una revisión detallada que, esperamos, podremos realizar en otra oportunidad. En ella, después del reconocimiento del carácter divino del control de los ruidos y los sonidos (Escuchar), la música se integra al ritual para sacrificar las diferencias al interior de los grupos sociales y favorecer la cohesión interna de cada comunidad (Sacrificar). El autor nos refiere cómo, con el ascenso indetenible de la burguesía, aparecen varios grupos sociales diferenciados (y a veces confrontados) con capacidad de “comprar” o “financiar” actividades musicales que tienen la necesidad de escenificar su identidad cultural moderna (Representar). Posteriormente, a partir de la posibilidad técnica de la fonofijación y la reproducción técnica de los sonidos y los ruidos, la música entró en una fase de reiteración (Repetir), que solo puede ser dislocada, o recodificada, por las prácticas de re semantización de los sonidos continuamente repetidos (Componer).

Es decir, que, en nuestros días, el fetichismo mercantil que se encuentra a través de la circulación de la música en formatos digitales de descarga o streaming nos coloca en la fase de repetición en la que la música se polariza hacia el ruido que impone el poder de la reproducción social del capitalismo tardío:

 

La repetición nos remite a una nueva reconsideración del análisis de los comportamientos de los agentes hecho por la economía clásica y el marxismo: el consumo musical conduce a una indiferenciación de los consumos individuales. Se consume para parecerse, y no ya, como en la representación, para distinguirse. Lo que cuenta en lo sucesivo es la diferencia del grupo entero con lo que él mismo era en la víspera, y no ya la diferencia dentro del grupo (Attali, 2017, p. 164).

 

Considerando a la música como parte del ritual que ayuda a sacrificar las diferencias internas del grupo social, y atravesando por la música como representación artificial de los grupos sociales diferenciados, hoy la música es un ruido que enmascara el paisaje sonoro y que homogeneiza las identidades individuales mediante su consumo —y ello a través de una mínima diferenciación modal respecto a la música-ruido “de la víspera”—. El orden social del capitalismo tardío se manifiesta en la mercantilización fetichista de un pulso de reactualización del ruido, que le da la apariencia de un falso dinamismo a un sistema que día a día muestra su letargo y atrofiamiento frente a la devastación de las formas de lo natural humano y lo natural no humano. Attali nos ha indicado que la subversión posible de este ruido monótono y anquilosante es la composición utilizando el ruido como material primario ¿Tendremos el tiempo y la capacidad para llevar a cabo este desafío?

Referencias

  • Attali, J. (2017). Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música. Siglo XXI Editores.
  • Banco Mundial (2025). Datos Banco Mundial. América Latina y el Caribe. https://datos.bancomundial.org/pais/america-latina-y-el-caribe
  • Braudel, F. (1984).  Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII. Tomo II. Los juegos del intercambio. Alianza Editorial.
  • Murray Schafer, R. (1994). The soundscape:our sonic environment and the tuning of the world. Destiny Books.
  • Cage, J. (1973). Silence Wesleyan University Press.
  • Christensen, E. (1996). The Musical Timespace. A theory of music listening. Aalborg University Press.
  • Echeverría, B. (1995). Las ilusiones de la modernidad. UNAM/El equilibrista.
  • Latham, A. (2008). Diccionario Enciclopédico de la Música. Fondo de Cultura Económica.
  • Lizardo, D. (2011, 8 de noviembre). Entrevista a Bolívar Echeverría por Diego Lizarazo Arias, en el programa producido por PIDCE-TV UAM, en 2006. Min. 18:11-22: 40. http://bolivare.unam.mx/entrevistas/visiones_de_la_palabra
  • Oliva Mendoza, C. (2016). Espacio y Capital. Universidad de Guanajuato; México.
  • Oliva Mendoza, C. (2013). Semiótica y capitalismo. Ensayos sobre la obra de Bolívar Echeverría. Ítaca-UNAM.
  • Oliva Mendoza, C. (2019). Tu peso en oro. El libro impreso y la textualidad de sentido. Rev. filos.open insight, 10(20), 37-51.  https://doi.org/10.23924/oi.v10n20a2019.pp%25p.372.
  • Raynor, H. (1986). Una historia social de la música. Desde la Edad Media hasta Beethoven. Ed. Siglo XXI.
  • Rechardt, L (2025, 23 de abril). IFPI looks at a decade of digital transformation in the music industry. WIPO MAGAZINE. https://www.wipo.int/web/wipo-magazine/articles/ifpi-looks-at-a-decade-of-digital-transformation-in-the-music-industry-73661

Foto: Dennys Tamayo (PhotoCrew Ecuador)

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