Scheherezade y la palabra como el borde de la nada | Fernando Prieto

La palabra, por tanto, rozaba el silencio y coqueteaba con la nada. Ahí reside su poder: la palabra se permite abrir grietas, y no agotarse nunca pues cada enunciación resignifica su sentido, incluye en esas grietas nuevas significaciones y cada motivo abre la posibilidad de una nueva historia, con lo cual, el relato, contado de forma fragmentaria al principio, se vuelve un cuento global.

 

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Hay algo en Las mil y una noches que no deja de convocarme: el acto de narrar como un ritual sagrado y de pura supervivencia. Cada noche, al finalizar un relato, Scheherezade se confronta con algo que en principio parece inevitable: un amanecer que representa el final de su vida. Durante el día Scheherezade imagina las historias que contará a su esposo, el sultán Shahriar, y en la noche relata los cuentos, deteniendo siempre la narración a la mitad de la trama. El ritual de la narración, bajo esta treta equivale a vivir un día más. No pelea contra el sultán, tampoco negocia su vida a través de una súplica; únicamente cuenta, desplaza el odio de su marido hacia un gesto puramente retórico, convencerlo que cada historia merece ser escuchada; enlazarla con otras y, con ello, darle a su vida una prórroga.

Lo fascinante de su ejercicio es que no se trata de relatos aislados, con inicios y finales claros, sino de una arquitectura abierta y rizomática, donde cada relato produce otro, y este, a su vez, abre la puerta a nuevas ramificaciones, como una máquina infinita de significar y de narrar que no se agota nunca. Scheherezade entiende esto de manera instintiva: si cada historia abre hacia a otras, no hay un final y si no hay final, tampoco hay muerte. Al principio, la fórmula parece solo una estratagema ingeniosa para unir distintos relatos dispersos en la tradición oral, una especie de truco narrativo. Pero a medida que la diégesis avanza, comprendemos un propósito más profundo: Scheherezade, además de salvarse a sí misma, también rescata a su hermana, su cómplice, y, de algún modo, a todas las mujeres que habrían caído en las manos del sultán.

La narración, con ello, jamás se clausura y, por ende, no se agota en un sentido único, sino que se multiplica. La narradora explota ese poder: al convertir el relato en una estructura que se va estirando hasta el infinito, hacia una suerte de relato total, puede repensar el momento de un final que nunca llega. Mientras los relatos avanzan, Scheherezade también enseña a su esposo, le narra la historia de su pueblo y transmite con ello, la experiencia de su propia vida, es decir, teje una memoria que circula, como un rumor, a través de múltiples voces y en ese rumor viaja una memoria compartida.

Scheherezade nos recuerda que contar es prolongar la vida incluso cuando el contexto es hostil y en ella la narración vuelve a ser lo que siempre fue: un ritual que sostiene a la comunidad y un puente que enlaza la vida con más vida. El ejercicio del relato permite que la voz viaje a mundos improbables y al mismo tiempo, teje la urdiembre de su supervivencia.

Esa sensación de que el mundo entero y su historia penden de un hilo me recuerda a una escena de The Imaginarium of Doctor Parnassus. En ella, el Dr. Parnassus, aun como monje, cuenta a otros monjes una historia eterna que sostiene al universo, una historia sin la cual no existe nada. El diablo, interpretado por Tom Waits, le tienta asegurándole que nada pasará si deja de narrar. Ante la negativa del monje, obliga al resto de narradores a guardar silencio, arrebatándoles la voz. El mundo no se detiene: el fuego sigue ardiendo, la nieve cayendo, el viento soplando. Nada cambia. Sin embargo, el Doctor Parnassus se alegra y sugiere que, en un lugar lejano, del que nada se sabe y ni siquiera se conoce, en algún lugar desolado del mundo, en ese mismo momento, alguien cuenta otra historia, tal vez muy diferente, una saga romántica, una historia de muerte imprevista, pero que sostiene el universo, por eso nada cambia. No se puede evitar que se cuenten historias, porque ellas son las que mantienen en pie al mundo.

Esta lógica hace que Scheherezade sostenga su mundo: la narración opera como un motor que mantiene encendido su universo y lo hace funcionar. En el cruce entre el relato de oriente y de occidente se sostiene una intuición parecida: el ritual de la narración se soporta en la necesidad de existir y hacer perdurable al universo. Blanchot sugería que la narración siempre se aproximaba a un determinado límite. La palabra, por tanto, rozaba el silencio y coqueteaba con la nada. Ahí reside su poder: la palabra se permite abrir grietas, y no agotarse nunca pues cada enunciación resignifica su sentido, incluye en esas grietas nuevas significaciones y cada motivo abre la posibilidad de una nueva historia, con lo cual, el relato, contado de forma fragmentaria al principio, se vuelve un cuento global.

Las historias de Sherezade operan así, rozan la muerte (literalmente, pues sirven para salvarla de la ira de su esposo), pero no se dejan cerrar. Cada final es un umbral que se abre y en cada apertura se producen nuevos sentidos. Cada pausa es apenas un respiro antes de que otra palabra retome el hilo, con lo cual, el momento culminante de la relación del sultán con su esposa, como había ocurrido miles de veces antes, no llega nunca a concretarse y con esto, el borde de la nada deviene en un espacio para la prolongación de la vida.

No es poca cosa: Sherezade narra con la finalidad de darle forma al tiempo, darle estructura al miedo y crear un espacio para cultivar la vida. Lo fascinante es que en cada historia se abren otras, como cajas chinas, como rizomas que se multiplican. Dentro de un cuento hay siempre otro relato, y dentro de ese otro, un tercero. Nunca hay un final completo: siempre queda una rendija para continuar a través de una sola fórmula: narrar una historia, contar apenas la mitad en una noche e inventar, durante el día, un nuevo relato que complemente a la anterior.

Sus relatos son una declaración de principios: el mundo existe mientras haya alguien que lo narre y lo que hace es recordarnos que la vida depende de una voz que no se detiene. Tal vez el secreto de toda la historia sea ese: que nunca hay una última narración, que siempre hay alguien, en algún rincón del mundo, contando una historia del origen y del fin, imaginando la posibilidad de un mundo otro. Y mientras esa voz exista el universo seguirá respirando.

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