El ocaso de los ídolos o cuando los políticos no saben qué más decir
Por: Sebastián Ávila.
No basta con indignarse en tiempos de campaña ni con protestar cuando las promesas incumplidas generan frustración. Es necesario asumir un compromiso sostenido con la transformación social, con la creación de espacios de participación real y con la construcción de una cultura política que no dependa exclusivamente de liderazgos carismáticos o coyunturas electorales.
Las palabras se tornan herramientas de manipulación antes que vehículos de verdad. Promesas sin estructura, ataques sin argumentos y una retórica hueca que se desmorona al primer cuestionamiento dominan la escena pública. La incertidumbre electoral no es un fenómeno pasajero, sino una constante que define el actual clima político. Los candidatos, en lugar de proponer soluciones innovadoras, reciclan fórmulas gastadas y discursos prefabricados, mientras la ciudadanía, saturada de desilusiones, observa con escepticismo una función repetida hasta la saciedad. La política se convierte en teatro, donde los actores cambian, pero la trama sigue siendo la misma: un guion de falsas esperanzas y promesas incumplidas.
En este escenario, la verdadera democracia no radica en la alternancia de quienes ocupan el poder, sino en la irrupción de aquellos a quienes históricamente se les ha negado la voz. Como señala Jacques Rancière en El desacuerdo, «la democracia verdadera surge cuando aquellos que han sido excluidos de la política irrumpen y reclaman su lugar» (Rancière, 1995, p. 60). La democracia no es el simple reparto de roles dentro de un orden preestablecido, sino la aparición de los excluidos que rompen la lógica dominante. Mientras la política siga siendo un espectáculo vacío, el verdadero desafío será transformar la pasividad en acción y la desilusión en una fuerza capaz de subvertir el orden impuesto.
Friedrich Nietzsche advertía en El ocaso de los ídolos sobre la decadencia de las estructuras que alguna vez sostuvieron el pensamiento humano. La política actual encarna esa misma decadencia, en la que los líderes han perdido su capacidad de generar cambios reales y han cedido a la inercia de la autoconservación. En lugar de conducir a sus naciones hacia el progreso, se aferran a estrategias demagógicas que priorizan el poder sobre el bienestar común. El populismo, tanto de derecha como de izquierda, se ha convertido en un recurso desesperado, utilizado para llenar el vacío ideológico con discursos simplistas que apelan a las emociones más básicas de la población. Mientras tanto, las instituciones, debilitadas por la corrupción y la falta de transparencia, se tambalean ante la creciente desconfianza de la ciudadanía. Como señala Nietzsche «la decadencia de los valores ha llegado a ser tan generalizada que ya no sabemos ni siquiera qué significa ser un hombre digno» (Nietzsche, 1888, p. 37). Esto refleja la crisis de la política contemporánea, donde la falta de principios sólidos ha dejado a la sociedad en una constante búsqueda de respuestas simplificadas y desprovistas de profundidad crítica.
El deterioro del discurso político no solo refleja la crisis de liderazgo, sino también una fractura en la relación entre gobernantes y gobernados. En este panorama, es fundamental que la sociedad civil recupere su papel protagónico en la construcción democrática, exigiendo responsabilidad y participación real en la toma de decisiones. La política no puede reducirse a un espectáculo vacío, sino que debe recuperar su esencia como instrumento de transformación social y justicia. Si los ciudadanos no se organizan para exigir cambios reales, seguirán atrapados en un ciclo de decepciones interminables.
El problema no es exclusivo de los políticos, sino el reflejo de una sociedad que, atrapada entre la desesperanza y la apatía, se deja llevar por la inercia, permitiendo que la demagogia prospere o, peor aún, que la indiferencia se normalice. En este contexto, la incertidumbre electoral no solo pone en evidencia la falta de conexión de los candidatos con las necesidades reales de la gente, sino que también deja al descubierto un pueblo que ha sido condicionado a dudar de su propio poder. La política, lejos de ser una esfera ajena a la ciudadanía, debería ser el escenario en el que se ejerce el derecho y el deber de construir un futuro colectivo. Sin embargo, cuando la participación se reduce al acto de votar cada cierto tiempo, la democracia se debilita y se convierte en un simple ritual vacío, desprovisto de su verdadera esencia.
Es aquí donde la reflexión debe transformarse en acción. La democracia no se agota en el sufragio; su fortaleza radica en la capacidad de la ciudadanía para mantenerse vigilante, exigir rendición de cuentas, organizarse y proponer alternativas que vayan más allá del espectáculo electoral. No basta con indignarse en tiempos de campaña ni con protestar cuando las promesas incumplidas generan frustración. Es necesario asumir un compromiso sostenido con la transformación social, con la creación de espacios de participación real y con la construcción de una cultura política que no dependa exclusivamente de liderazgos carismáticos o coyunturas electorales. La política es un ejercicio cotidiano de responsabilidad y conciencia, un proceso en el que cada voz y cada acción cuentan.
En última instancia, el poder no reside en las élites que administran el Estado ni en los discursos vacíos diseñados para cautivar momentáneamente a las masas. El verdadero poder está en la gente, en su capacidad para reconocerse como sujeto del cambio y asumir con determinación un papel activo en la transformación de la historia. La incertidumbre electoral puede sembrar dudas y alimentar el desencanto, pero hay una verdad que permanece inquebrantable: cuando un pueblo se une, cuando la apatía se convierte en organización y la resignación en conciencia colectiva, ninguna estructura de poder puede acallar su voluntad. La democracia no es un acto aislado ni un ritual pasajero; es un ejercicio cotidiano de resistencia, de exigencia de justicia y de lucha incansable por un futuro más digno. Porque el verdadero cambio no lo dicta una papeleta, sino la fuerza de una sociedad que se niega a ser silenciada. Y en ese camino, hay una certeza que resuena con más fuerza que cualquier promesa electoral: el pueblo unido jamás será vencido.
Sebastián Ávila. Escritor y Docente universitario en la UBE. Magister en estudios avanzados en literatura en España. Magister en pensamiento socio crítico por la PUCE. Becado en investigación literaria por la UASB.
Referencias:
Nietzsche, F. (1888). El ocaso de los ídolos. Ediciones Espasa.
Rancière, J. (1995). El desacuerdo: Política y filosofía. Ediciones Akal.
Imagen tomada de www.afundacion.org e intervenida digitalmente.