La mezcla de elementos musicales con procesos ontológicos de la formación del ser o el territorio es un abuso de la poesía disfrazada de lógica, es un intento infructuoso de elevar la música a una condición ontogenética.
La apoteosis del concierto se produce cuando el público canta esa fracción que conocemos como el coro: “Ay, ay, ay, ay, canta y no llores…”, “We will, we will rock you!”, “¿Y quién me va a curar el corazón partío?”, “Llévame en tu bicicleta…”“And I… will always love youuuu…”.
En ese cantar general de estructura conocida, consabida y convenida, en ese instante compartido, se disipa toda duda: ese era el momento, ese era el lugar. Vas al recital porque “conoces” las canciones y lo disfrutas en tanto el repertorio cuente con los temas que te son familiares. La profundidad que merece esta idea, es alcanzada en el texo Mil mesetas (1998), donde Deleuze y Guattari, abordan El ritornelo, del italiano ‘ritornare’ –‘volver’, musicalmente funciona como un estribillo instrumental, que regresa entre episodios contrastantes, es decir, que se repite.
La obras del barroco como las Bach o Vivaldi abundan en ritornelos, que evolucionaron a los coros en la música contemporánea, esas fracciones pegajosas y melódicas que se repiten tras cada estrofa o verso. El concepto funcional del ritornelo es el punto de retorno, que confiere unidad al flujo temporal del discurso musical; un principio de orden en el caos, cuyo mecanismo es la territorialización, entendida como el regreso al terruño, a lo originario, a lo familiar, a lo conocido; de tal suerte que organiza un andamiaje de orden y estabilidad.
Todo empieza con una canción de cuna. Una melodía simple, repetitiva, que envuelve al niño y lo guía al sueño. Es la primera forma de música que conocemos, una promesa de calma, un refugio sonoro. Pero esa melodía, tan inocente al inicio, va cambiando, sin perder su esencia: En el canto del chamán, por ejemplo, la música se vuelve herramienta de poder. No canta para entretener, sino para proteger, para crear un territorio invisible donde el caos no entra. Algo parecido ocurre con el jingle publicitario: frases pegajosas que se instalan en la mente sin pedir permiso. “¿Por qué no comes sardina?” canta la radio, y el mensaje ya está sembrado. Los políticos también conocen este truco. En 1992, Abdalá Bucaram usó Un velero llamado libertad como himno de su regreso del exilio: no solo era una canción, era una historia. En 2009, Rafael Correa adaptó Hey Jude, apostando por lo familiar, lo emotivo, lo que todos pueden cantar sin pensar. Es la misma estructura de siempre: algo que vuelve, que se repite, que tranquiliza o arrastra. A veces para dormir a un niño, a veces para vender una idea, a veces para ganar una elección. Y, en su forma más intensa, más dura, esa melodía inicial puede convertirse en otra cosa: en una marcha militar. Ya no calma, ya no persuade. Ahora manda y lleva a quien la sigue, no al sueño… sino al frente.
Es así como el ritornelo es un ritual de sentido, que afirma: “Aquí estoy. Este es mi lugar. Este es mi ritmo. Este es mi espíritu”. La filosofía, nos dice Deleuze (1995), es la creación de conceptos, que ahora parece cada vez más encadenada a una estructura casi patológica: la necesidad de regresar, una y otra vez, a los nombres consagrados. Hegel, Marx, Platón, Habermas, Deleuze, Heidegger: sin ellos, sin el tarareo de su canción, el texto filosófico parece perder su valor. El lector, por ejemplo tú, no te hubieras detenido jamás a leer este texto si no hubieras reconocido en el título o en el camino alguna piedra ya transitada, alguna esquina familiar, alguna canción de cuna intelectual. Esta es la paradoja: creamos conceptos, pero solo si están cantados con la melodía correcta. Y a esta melodía le puse un nombre: ritornelo académico, y su coro es el capital simbólico, el mismo que describió Bourdieu: ese el prestigio o reconocimiento social que un autor, texto o idea acumula dentro de un campo determinado (Fernández Fernández, 2012). Este capital no es económico, pero se comporta de forma similar: se acumula, se transfiere, se pierde.
Las grandes propuestas o sistemas filosóficos son como grandes barcos en los que todos queremos remar, llevándolos cada vez más lejos, creyéndonos descubridores, cuando en realidad somos los ilusos galeotes que nada más siguen la derrota. Parece que estamos ante una nueva forma de endogamia académica que engendra falacias ad hominem. A la luz de lo comentado no te parece, que toda esta “cosmovisión” del ritornelo es absurda? Tan polisémica que roza la vaguedad. Es territorio, línea de fuga, música, infancia, y al mismo tiempo estructura de organización; más que un argumento es una metáfora sin control.
La mezcla de elementos musicales con procesos ontológicos de la formación del ser o el territorio es un abuso de la poesía disfrazada de lógica, es un intento infructuoso de elevar la música a una condición ontogenética. Por último, asumiendo que se entiende un argumento luego de desentrañar su intrincada estética, la repetición en el ritornelo aparece como algo casi sacralizado: repetir un gesto, una melodía o una rutina, genera un sentido, una identidad un mundo; aunque muchas veces, la mayoría, es solo una reproducción vacía, una alienación.
Quizá, todo esto sea otro síntoma de esclavitud.
Referencias
- Deleuze, G. (1998). Mil Mesetas – Capitalismo Y Esquizofrenia. Pre-Textos.
- Deleuze, G. (1995). ¿Qué es la Filosofía? Anagrama.
- Fernández Fernández, J. (2012). Capital Simbólico, Dominación Y Legitimidad. Las Raíces Weberianas de La Sociología de Pierre Bourdieu. Papers 98 (1), 33.
Fotografía: Dennys Tamayo, Photocrew Ecuador