El poder de la metáfora en el cine – Macario
En El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957) un caballero medieval, Antonius, que regresa a Suecia de las Cruzadas se encuentra con un país asolado por la peste negra y por la histeria; la Muerte lo persigue y él la reta a una partida de ajedrez, en un intento por ganar tiempo y poder encontrarse con Dios y darle sentido a su vida.
En Macario (Roberto Gavaldón, 1960), un campesino muy pobre, llamado Macario, y con harta prole que alimentar, sueña con el día en que pueda comerse, él solito, un pavo entero; eso de compartir es una virtud cristiana que siempre ha tenido que honrar y nunca lo ha beneficiado. Cuando al fin tiene en sus manos, por el azar del destino, aquel banquete, se esconde en el bosque para cumplir su sueño, de repente se le presenta la Muerte. Sí, el mismo personaje de la película de Bergman, solo que en forma de campesino indígena y no con esa capa negra tan triste y… sueca. La Muerte le pide un pedacito porque no ha comido un guajolote -como le dicen los mexicanos- en miles de años. Macario, a regañadientes, acepta compartirlo porque así retrasará su muerte.
Es cierto que a la película de Bergman se la considera una joya del cine y todo buen cinéfilo, con algo de pedantería, dice que la ha visto muchas veces (yo mismo le dediqué un ensayo hace varios años para hablar, por supuesto, de libertad). La película de Gavaldón, en cambio, es menos conocida, pero no menos trascendente; de hecho, me quedo con ella y al sueco lo mandó a pasear. Y lo hago porque Macario -y su hambre- me resulta más cercano, más real, más cínico, pero también más honesto. Macario representa al hombre sin ornamentos, el hombre que se revela contra Dios y las virtudes cristianas; de hecho, antes de que se le aparezca la Muerte, se le aparece Dios para también pedirle que le convide de su pavito. Macario, con bastante enojo pero con toda lógica, le responde: «A ti no te interesa este bocado, te interesa el gesto, una acción […] para ti es un animalito muerto, apenas un pretexto para hacer que yo me porte bien; para mí lo es todo, todo el hambre de mi vida, todo lo que he dado, todo lo que no he recibido, perdóname pero yo no quiero convidarte». CITA
«Cuando un escritor censura el uso de metáforas en filosofía, revela simplemente el desconocimiento de lo que es filosofía y de lo que es metáfora», dice Ortega y Gasset en Las dos grandes metáforas (1925). El lenguaje figurado, históricamente, ha sido cuestionado porque no se apega a las características que debería tener el conocimiento que sea intersubjetivamente comunicable y controlable. Lo figurativo-retórico sería un fenómeno lingüístico caracterizado, más bien, por ser una anomalía, una desviación semántica (Searle, Rorty). Sin embargo, aunque le pese al literalismo, la metáfora como figura de la retórica -un tropo- permite un contacto íntimo con el objeto metaforizado. La transferencia de una noción a otra noción, por sustitución de un término por otro -que así es como actúa la metáfora, como envoltura-, de hecho, estaría omnipresente en el lenguaje; el lenguaje sería, en cierto sentido, metafórico (Nietzsche, Gadamer).
Pues, así como opté por Macario frente a El séptimo sello, ahora, como es obvio, lo hago por Nietzsche y gente de esa tradición, porque la experiencia humana ha mostrado que somos incapaces de comunicarnos sin acudir al lenguaje figurado (prueben sino intentando describir algo tan corriente como un dolor estomacal), es imposible comunicar, como quieren los matemáticos y científicos, solo con esquemas y abstracciones que pretenden objetividad y no consiguen sino distancia y desapego. La comprensión del sentido, la experiencia de intimidad con el objeto, han hecho que esta figura de origen aristotélico esté tan presente en la filosofía como en el arte cinematográfico.
La metáfora permite alumbrar los matices, capta y guía la atención del lector y del espectador. Algún amigo decía con justeza que la filosofía no es útil, sino que vale; es decir, no puede ser evaluada con parámetros utilitarios, porque esta disciplina no «sirve» como lo hace un martillo (aunque Nietzsche logró utilizarla como martillo, pero eso es otra cosa, de hecho, precisamente metafórica). La filosofía vale porque nos ayuda a mirar mejor, por eso, porque el lenguaje figurado nos ayuda a realizar esa tarea, es que es posible sumergirse en el séptimo arte y tener experiencias gozosas -golpes psicológicos- que facilitan la percepción y asimilación del sentido. Claro, no toda película es exitosa al momento de yuxtaponer las imágenes para lograr el efecto metafórico; muchas veces sus metáforas están muertas, y necesitan ser remarcadas, utilizar comillas cinematográficas para que aparezcan. Eso no sucede, ni de lejos, en las dos películas comentadas.
En la película del sueco y del mexicano se acude a simbolismos y metáforas que no están muertas sino fuertes, vivas. En el fondo, lo que Antonius y Macario anhelan es vencer su propia finitud. La necesidad metafísica del hombre -como diría Schopenhauer- les obliga a luchar por su existencia. Las dos comparten un tema de fondo: el sentido de la vida y el sentido de la muerte; no obstante, tienen espíritus distintos, representan formas antagónicas de mirar al hombre moderno.
El séptimo sello es una cinta que puede leerse en relación con los conceptos de Kierkegaard sobre los estadios en el camino de la vida (El concepto de la angustia, 1844). Antonius representaría el modelo del héroe trágico, propio del estadio ético, que lucha por no dejarse llevar por sus impulsos; la voluntad, ante todo. La partida de ajedrez lo muestra con claridad: la vida y la muerte apostadas en el juego más lógico y racional que existe. En Macario, en cambio, el hecho capitalista es lo que determina la vida de Macario y su familia. Él recolecta leña que vende a comerciantes a cambio de unos pocos pesos que lo ayudan apenas a alimentar cada día a los suyos, por eso no sueña sino en poder, por una vez en la vida, darse un gusto. Si el filósofo danés era la clave de comprensión de la película de Bergman, acá lo es un filósofo ecuatoriano, Bolívar Echeverría. El riobambeño cuenta en La modernidad de lo barroco (1998), que entre las cuatro ethe elementales que ayudan a hacer vivible la modernidad capitalista, el ethos barroco reconoce como inevitable el hecho capitalista, pero se resiste a aceptarlo, «se trata de una afirmación de la forma natural del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y enterrada por la acción devastadora del capital» (p. 39). La Muerte, antes de llevárselo, le da poderes mágicos, el poder de curación, la posibilidad de lo sagrado. Su forma de negociar con su vida, ya no es en un juego frío y mental, sino compartiendo su pavito, comiéndolo juntos, el placer corporal por antonomasia. En uno y otro caso son imágenes potentes, hablan sin palabras, muestran el poder del lenguaje cinematográfico, pero también la potencia de la metáfora para comprender la condición humana.
Referencia
Echeverría, B. (1998). La modernidad de lo barroco. Editorial Era.
Ortega y Gasset, J. (1925). Las dos grandes metáforas. Ediciones Castilla.