La divina invalidez de ser poeta – J. Barish
Cuando tenía 16 años sabía que quería estudiar literatura, no estaba preparada para decirlo en voz alta, tenía el peso de la familia que buscaba que estudie algo “productivo” y, más que nada, “rentable”. Así que opté por derecho, creyendo que llenaría mis planes, expectativas y sueños.
Antes de los tres meses en la universidad, me encontré posponiendo las horas de estudio por lecturas recreativas. Una tarde que iba a la universidad a dar una prueba de Fundamentos del derecho, decidí dar una última leída a mis apuntes, abrí la mochila y me encontré (no al azar, cargo libros hasta cuando voy de fiesta) con los Cuentos completos de Cortázar. Leía dos líneas sobre derecho y pensaba en los cuentos, había empezado “Autopista del sur”, y no podía sacarme de la cabeza a la muchacha del Dauphine, en cómo distribuirán las provisiones, en cuánto tiempo se quedarían atrapados, en qué harían durante la espera, y luego regresaba a para qué el derecho, qué busca, qué intenta, pero mi cerebro no le encontraba utilidad, que era una forma de decirme que probablemente en mi vida no la tenía, así que decidí, en menos de un segundo, que me interesaba más el hombre del 203, Taunus y el 404, que el derecho y la sociedad civil; guardé mis notas y saqué los cuentos. Me bajé del bus leyendo (siempre he sido buena en caminar mientras leo), y llegué al aula donde debía dar la prueba sin pensar mucho, me senté mientras leía sobre cómo la mujer del soldado y del 203 se hacían cargo de los dos niños.
Cuando llegó el profesor era muy tarde para no dar la prueba o salir de forma disimulada, pero con las resoluciones tomadas firmé y entregué la hoja en blanco, con la certeza de que el derecho no era lo mío. El profesor, a tono con los principios de los 2000, intentó recordarme que las mujeres servimos para la maternidad y la cocina y que cuando las cosas se ponen difíciles no hemos aprendido, como los hombres, “a poner pecho”. Ante esto yo, que como me recuerda mi padre no he aprendido a quedarme callada ni cuando debería, respondí que no era un tema de dificultad sino de interés. Sin dudar, él me preguntó que cuál era entonces, qué esperaba hacer y volvió a la maternidad, a lo que contesté que estudiaría literatura (todo esto con más de cuarenta estudiantes en absoluto silencio intentando dar una prueba en el aula) y mientras él me hablaba de la inutilidad de la literatura, yo recordaba la afirmación del poeta cuencano modernista de los años veinte, Rapha Romero y Cordero, director de la revista Philelia, quien aseguraba tener “la divina invalidez de ser poeta”. Salí del aula, sin remordimientos, con una sonrisa que me envolvía la cara y la tranquilidad (que años después sería también preocupación) de creerme poseedora de esa misma invalidez.
La literatura con el paso de los años ha sido ese lugar seguro, ese espacio en el que la invalidez de ser lectora, de creerme escritora y docente, se unió con la filosofía cuando me encontré aceptando un cargo de profesora de las dos asignaturas. Yo había leído poca filosofía, al menos para enseñarla, aunque había sido mi otro escape, mi otra forma de acercarme, entender o pretender que entiendo algo, pero la comprendí en el camino lleno de malas noches tratando de descifrar conceptos de la mano de Beauvoir y Sartre, las largas explicaciones a mis estudiantes, en ese re-entender en el aula lo que se explica sobre la existencia, la muerte y la libertad del ser humano, la simple posibilidad de que esa libertad absoluta sea cierta, la validez de esa discusión, sobre qué significa ser mujer, el cómo entender “ser mujer” en un mundo dirigido por los hombres y para ellos, usando como ejemplo a ese docente que intentaba convencerme que mis decisiones de estudios eran inútiles y sin sentido.
Así que, pese a mi poder de convencimiento con ese profesor, que fue más hacia mí que a él, y más tarde a mi padre y a mi madre, un poder que se mantuvo por suerte mucho tiempo después, no he podido no dudar de si tiene sentido, especialmente en las crisis laborales, de si esa invalidez, pese a la redundancia, es válida. Si quisiera usarla como argumento, podría decir que sí, que efectivamente eso es lo único que puedo hacer, y que la literatura, así como la filosofía, que era mi otra opción de estudios, sirve, sirve en verdad, así como podemos asegurar que sirve la agricultura, la ingeniería, la medicina o la veterinaria, porque no da de comer, ni construye, ni salva, pero me dan de comer todos los días, construyen y me (nos) salvan.