¿Es posible ser como Hirayama?
Por: Paulo Freire Valdiviezo
Hirayama es eso, el trabajo precarizado, el futuro que nadie quiere, la soledad nostálgica que es linda solamente como postal. Pero a su vez, Mirayama también es una metáfora de lo imposible, una metáfora del goce en medio de un sistema económico que nos consume hasta el último segundo de ocio y posibilidad de disfrute.
Hirayama no habla mucho, casi nada en realidad, prefiere lo analógico; escucha unas viejas cintas de The Animal, Van Morrison y Lou Reed; trabaja limpiando baños; riega las plantas, cuida sus plantas, ama sus plantas; toma fotografías con una vieja cámara; anda en bici; lee antes de dormir; repite su rutina; no sabemos si es feliz (o a lo mejor soy yo el que no sabe si el personaje es feliz).
Win Wenders muestra, en su película Días Perfectos (2023), un personaje contemplativo, silencioso, racional y sensible, un personaje con el que es difícil identificarse. Si bien la película es una genialidad (al menos a mí me lo parece), su personaje principal (Hirayama) es de una humildad y sensibilidad empalagosas, que no sé si alguien de nosotros estaría dispuesto a vivirla. Más allá de la nostalgia que nos puede generar el silencio y la calma con la que transcurre la película, lo realmente interesante es la propuesta contra sistema que significa la contemplación y el silencio que caracterizan al protagonista.
Por lo general, estamos acostumbrados a que los personajes sensibles sean artistas, intelectuales, o niños ricos con problemas existenciales; pero, en este caso, Hirayama es un obrero, con uno de los peores trabajos que nos podemos imaginar, limpiar baños públicos. Podríamos pensar que este trabajo es una metáfora y que Himaraya está limpiando la mierda de la genta para construir un mundo mejor; pero nada de eso, Hirayama limpia baños con la dedicación de quién prepara una clase de trigonometría, porque en esencia, no le importa lo que hace, sino cumplir de la mejor forma lo que le toca hacer. No tomen esta última idea desde una perspectiva poética, ni como una apología a la frase “el trabajo dignifica” que siempre me he parecido estúpida, sino más bien, hay que pensarla como un habitar el mundo desde la lógica del sufrir y gozar, del llorar y reír.
Justamente, Hirayama es eso, el trabajo precarizado, el futuro que nadie quiere, la soledad nostálgica que es linda solamente como postal. Pero a su vez, Hirayama también es una metáfora de lo imposible, una metáfora del goce en medio de un sistema económico que nos consume hasta el último segundo de ocio y posibilidad de disfrute. No sé si la idea de Wenders es mostrarnos un personaje antisistema, o su propósito es solamente reírse de la realidad, inventando un personaje que es parecido a un monje, pero que limpia baños en una metrópolis, que vive casi como la mayoría, en un departamento pequeñito, que madruga, que tiene una rutita establecida, que trata de hacer de la mejor manera su trabajo, pero, a diferencia de la mayoría, no insulta mientras maneja, no maldice mientras amanece y se mira al espejo; simplemente, vive la calma de un condenado a muerte disfrutando cada segundo de una agonía placentera.
A mí, la propuesta de Wenders me encanta, la película es fascinante, esa bruma de nostalgia que lo envuelve todo le da el toque para que le pueda gustar a los enamorados y a los pretensiosos, pero, sobre todo, tiene ese no se qué filosófico que permite reflexionar, interpretar y contemplar, invitándonos a ser Hirayama por unos minutos.
Paulo Freire Valdiviezo
Imagen tomada de purodiseno.lat e intervenida digitalmente.