Las Altianas
Pedro González.
No fue sino finalizados los años sesenta, que las Altianas adquirieron el renombre que llevaban buscando desde su constitución como Estado independiente en el cuarenta y dos.
Ubicadas a medio camino entre la Polinesia Francesa y Nueva Zelanda, este archipiélago fue como suele mal-decirse «descubierto» por los Europeos en el siglo XVII, pero las evidencias arqueológicas sugieren que las islas estuvieron habitadas cuando menos desde el 500 dC por navegantes polinesios. La masacre tras la conquista – descubrimiento, francés en 1821 y el abandono subsecuente las transformó en las «Iles veuves» o Islas viudas. Por haber quedado formalmente deshabitadas hasta 1913 en que fueron re-ocupadas por reos políticos y desertores de la primera guerra mundial, en especial aquellos que pertenecieron al grupo de Edith Cavell, una versión primigenia del celebérrimo Óscar Schindler.
Lo que realmente puso a las Altianas en los ojos del mundo, aunque sea por unas cortas tres semanas, no fué el haber sido elegida como el destino de los escogidos de Cavell, que aunque no eran ciudadanos comunes, tampoco clasificaban en las personalidades prominentes de aquel tiempo.
No las hizo famosas poseer el helipuerto más intrincado y complejo del mundo o porque una de sus islas (Saint petit Malló) tenga un volcán que lleva en erupción constante por ciento quince años y contando.
Lo que realmente la hizo brillar, aunque fugazmente, fue su organización, hecho que dió paso a una efímera fama y prosperidad y -claro está – a la elaboración de este texto.
Los «librados» como se autodenominaron, firmaban un documento que aunque elaborado por Günter Jochemich, (von Jochemich) claramente no había sido pensado por él. Por eso, jamás pasó a la historia, y por el mismo motivo merece por lo menos entrar en ésta. Es que en la latitud de este tiempo, los créditos se los llevan siempre los ideólogos, los que no arriesgaron más que unas cuantas horas de sueño, y los efectores quedan relegados a papeles de reparto. Sea de ello, lo que fuere; Jochemich había redactado el siguiente documento, que en su momento fue traducido a las lenguas de cada uno de los recién llegados, de ahí que no represente ninguna rareza la posesión de un ejemplar, como el que ha llegado a mis manos y cuyas fracciones he decido transcribirlas al pie de la letra para dar pie a este relato:
«Yo [nombres del ciudadano] , reconozco como una realidad autoevidente que mi vida es mi primaria posesión, lo cual conlleva la responsabilidad intrínseca de las decisiones que configuran mi destino.
Habré de condenar todo acto o pensamiento, que directa o indirectamente me invite a arriesgar mi vida, y habré de responder incluso con violencia ante cualquier intento de terminar con ella.
Comprendo que mi trabajo es la fuente de mi sustento, y que el producto material que de él se desprende, me pertenece; luego es procedente respetar el trabajo ajeno y la propiedad de los otros. En el caso de sentir desventaja, abuso, injusticia o robo, he de actuar mediante las fuerzas estatales y jamás por la mía propia. Por lo tanto y para sustentar este mecanismo, habré de ceder parte de mis excedentes al estado, entendiendo este acto como un pago obligatorio impuesto a mi seguridad jurídica e integridad personal.
Consiento que con la finalidad de brindar una educación que garantice igualdad de condiciones iniciales para todos me sea también […] . De la misma forma concibo necesaria aportar a un fondo común en relación a mis ingresos, para que puedan ser usados en el caso de una enfermedad grave o accidente. […]”
El tractatus Logico philosophicus de Wittgenstein (1923) (TLP) en su proposición 4.01 indica que “La proposición es una figura de la realidad. La proposición es un modelo de la realidad, tal y como la pensamos.” Es decir que la proposición es una figuración de la realidad. Para Wittgenstein, el sentido de una proposición no puede requerir una explicación, puesto que es parte del “andamiaje” o “estructura” del lenguaje y/o pensamiento, que para el caso son lo mismo. Una cosa es; una cosa no es; una cosa pertenece a; algo es producto de; este evento se da siempre y cuando suceda algo; son todos ejemplos de la estructura; que, reitero; no requieren explicación. Lo que si requiere una explicación son las partes, los objetos, que conforman la proposición:
«El hidalgo portaba su adarga con orgullo, listo para la batalla»
«El hidalgo portaba su escudo de cuero con orgullo, listo para la batalla”
En ambas proposiciones el andamiaje es el mismo, pero posiblemente al desconocer el significado de la palabra “adarga” la primera no tiene sentido y la segunda, con “objetos conocidos” si la tiene. El primer caso, no nos permite configurar una realidad, mientras el segundo si.
De lo anterior se desprende que los objetos de una proposición son de conocimiento mientras que la proposición en sí, es de comprensión.
El TLP, (4.024) aclara el concepto de comprender una proposición: “saber lo que es el caso, si es que es verdadera” sin embargo es posible entenderse con proposiciones verdaderas así como con falsas, porque ambas tienen sentido, la diferencia es que las primeras representan lo que acontece en el mundo y las otras no. Por lo tanto, el hecho de que una proposición tenga sentido no quiere decir que necesariamente sea verdadera. (P. 4.062). La manera de conocer si una proposición es verdadera es mediante la observación empírica, o sea mirar si acontece en el mundo. Por lo tanto podemos considerar a cualquier proposición como un experimento (4.031) dónde nuestro cerebro logra “configurar” una posible situación de hechos, que de ser ciertos podrían configurar la ciencia natural entera.
Es de sobra evidente, que semejante disparate como una isla repoblada por refugiados de la primera guerra mundial que conforman un Estado en función de un “contrato social” sólo puede surgir de la imaginación divagante de un autor aburrido, y que dichas islas son al caso, lo que los molinos al Quijote, que Günter Jochemich es posiblemente un electricista alemán o simplemente nadie, y que tal contrato social que era firmado por todos los altianos, no es más que un experimento mental que lleva fallando varios siglos y que nos ha conducido a una concepción errónea, tanto de la estructura como de la función social. Pocos como Ortega han podido expresar esta idea, de una manera tan clara.
“Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple hecho de la convivencia […]. Uno de los más graves errores del pensamiento moderno, cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación, que es aproximadamente lo contrario de aquella. Una sociedad no se constituye por acuerdo de voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad.[…] la idea de la sociedad como reunión contractual, por lo tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes.” (Ortega y Gasset 1952)
Las consecuencias de suponer un contrato social que aunque simbólico, sirva para explicar el origen y la legitimidad del estado y la autoridad política, al conceptualizar al estado y sus instituciones como el resultado de un acuerdo colectivo (imaginario, inventado, experimentado y fallido), legitimamos las desigualdades sociales y económicos que en lugar de ser la consecuencia de este consenso voluntario, son simplemente producto de la coerción y la historia de un poder desigual. Pensar al contrato social como la base de lo legítimo, pone a cualquier intento de cambio o crítica como una violación al acuerdo fundacional común, retrasando y deslegitimando cualquier intención evolutiva o incluso de negociación, necesaria para salvaguardar el pluralismo.
Si por un momento creíste que la ficción de las Altianas fue cierta, no te sientas menos crédulo o iluso que cualquiera que defienda la falacia del contrato social o que crea en Papá Noél.
Pedro José González Serrano.
Médico. Magíster en Filosofía.
Bibliografía:
- Ortega y Gasset, José. 1952. La rebelion de las masas: con un prólogo para franceses y un epílogo para ingleses. Revista de Occidente.
- Ramsey, F. P. 1923. “Tractatus Logico-Philosophicus.” https://www.jstor.org/stable/2249608.