Quito: ¿Carita de Dios o rostro de Jano? Una crónica de su mitología
Por: Estefanía Vinueza y Gregorio Páez
Este diseño, al igual que en otras ciudades coloniales, tenía como objetivo el control administrativo y religioso sobre el territorio, remarcando su poder simbólico para el conjunto de la ciudad y su población.
“…el mito es un habla…”
Roland Barthes, Mitologías
Cada ciudad está atravesada por signos y símbolos que conforman su mitología. Esta mitología urbana, a su vez, deviene y se materializa en espacios en los que se contienen y performan relaciones socio-espaciales y de poder. De este modo, tanto el espacio físico como el espacio simbólico responden a una construcción humana y colectiva generada a lo largo del tiempo, con lo cual, por un lado, esta “…mitología sólo puede tener fundamento histórico, pues el mito es un habla elegida por la historia: no surge de la “naturaleza” de las cosas…”, y, por otro, “…presupone una conciencia significante que puede razonar sobre ellos independientemente de su materia…”. (Barthes 1999, 108-109)
Quito tiene raíces en la historia precolombina de la región andina. Se cree que el nombre «Quito» proviene de la lengua de los Quitus, y que su significado es «tierra de la mitad», en referencia a su ubicación cercana a la línea ecuatorial. Tomando en cuenta que desde su origen esta ciudad se asienta sobre una serie de mesetas y laderas del valle interandino, una de las lomas con mayor importancia a lo largo de la historia de Quito ha sido, por ejemplo, aquella conocida como “Yavirac” o “Shungoloma”; lugar que fuera utilizado como punto de observación, adoración, culto y misticismo ancestral, gracias a su altura que conectaba lo divino con lo terrenal, a la naturaleza y a los astros.
Con la llegada de los “colonizadores” se renombraron muchos de los lugares de la ciudad según sus propias percepciones, tradiciones y lenguas. Este cambio fue parte de un proceso más amplio que muestra cómo la llegada de los españoles a América no solo implicó una transformación territorial, sino también un cambio en la cosmovisión andina marcada por la asimilación cultural y el reemplazo de nombres indígenas con nombres castellanos o europeos, lo que reflejaba la dominación cultural y política española.
Durante el proceso de colonización, Quito se configuró como un importante centro de evangelización de Sudamérica. En su territorio se construyeron numerosas iglesias, monasterios y conventos que se conservan hasta el día de hoy, convirtiendo a la ciudad en un ejemplo destacado de la arquitectura barroca y colonial, así como del sincretismo cultural, al punto que en 1978 la UNESCO le otorgó el título de Patrimonio Cultural de la Humanidad. De hecho, es por esa herencia histórica colonial y su énfasis religioso en donde se combina lo arquitectónico, lo visual y espiritual, que se considera a Quito como la “Carita de Dios”.
Desde entonces el desarrollo urbano de Quito se estructuró a través del modelo de las Leyes de Indias que establecen un trazado de damero típico de las ciudades coloniales a partir de una plaza central o mayor (la actual Plaza Grande o de la Independencia) rodeada de los principales edificios políticos y religiosos, como el cabildo y la catedral, respectivamente. Este diseño, al igual que en otras ciudades coloniales, tenía como objetivo el control administrativo y religioso sobre el territorio, remarcando su poder simbólico para el conjunto de la ciudad y su población.
A lo largo de los siglos, el crecimiento urbano de Quito se vio limitado por su geografía accidentada, situada entre montañas y quebradas, lo que condiciona la expansión de la ciudad. El siglo XX trajo consigo un crecimiento acelerado debido a diversos factores, principalmente: la primigenia modernización capitalista, con sus consecuentes cambios en las relaciones de producción; y el paulatino incremento de sus habitantes apuntalado con la llegada del ferrocarril a Quito en 1908, que además de aportar a la integración del Estado Nación aún ciernes, estimuló el desarrollo industrial y comercial de la urbe.
Esto produjo un particular proceso de distribución socioespacial de las poblaciones y trazó la organización territorial de la ciudad. Es así que la zona norte empezó a desarrollarse con mayor fuerza dado que contaba con una mejor conectividad, terrenos más accesibles y menos limitaciones geográficas que el sur. Según Carrión y Erazo (2012) este fenómeno de expansión hacia el norte obedeció, en parte, a la ubicación de servicios, infraestructuras y al auge de zonas residenciales de clase media y alta, lo que respondía a un proceso de valorización capitalista del suelo urbano sustentado en el traslado de las rentas agrarias a la ciudad; mientras que el sur, incipientemente industrial y obrero, con menos desarrollo urbanístico en términos de provisión de servicios públicos para sus barrios, quedó relegado y/o a merced de la especulación. Este fraccionamiento de la ciudad conservó al centro como eje tradicional del poder político y religioso, sin embargo, la consolidación del norte como el nuevo lugar de residencia de los sectores acomodados convirtió a la infraestructura ubicada en esta área de la ciudad en casas de inquilinato, con miras a la extracción de renta de abajo hacia arriba, y en otros casos derivó en procesos de tugurización vigentes -e incluso extendidos- hasta el día de hoy. Dicho en otras palabras, a inicios del siglo XX en la capital se desencadenó “…una segregación residencial…en zonas homogéneas al interior y heterogéneas entre ellas…” (507).
Las fronteras sociales configuradas a partir de la valorización capitalista del suelo urbano y de la distribución espacial de las poblaciones, a mediados del siglo XX encontró su correlato técnico en la política urbana con la que se priorizaron ciertos sectores de expansión urbana diferencial y se reprodujeron dinámicas de exclusión, fundamentalmente a partir del plan regulador de Quito de 1949. Entonces, de una estrategia terrateniente de carácter más bien espontáneo (Carrión y Erazo, 2012), este sector socioeconómico y urbanizador instrumentaliza la política urbana municipal, reflejando fielmente que «El espacio es un producto social, moldeado por quienes tienen el poder para organizarlo y controlarlo, lo que implica la exclusión de ciertos grupos y áreas que no encajan en el esquema de desarrollo capitalista» (Lefebvre 1974, 35).
Dentro de esta reinventada imagen de ciudad moderna planificada, el sur de Quito ha sido visto como «la oveja negra», mientras el norte florecía con nuevos barrios, centros comerciales y mejores servicios. Las decisiones urbanísticas, en este caso, se constituyen en una manifestación de cómo las políticas tienden a beneficiar a unas zonas y a sus pobladores por sobre otras, reproduciendo la desigualdad económica en el espacio urbano y simbólico; prolongando y resignificando la mitología de la ciudad. Esto resulta evidente al retomar la ya mencionada visión de los “conquistadores”, que reinterpretaron el paisaje a partir de sus propias referencias culturales, lo que dio paso al cambio del nombre de “Shungoloma” por el nombre de “El Panecillo”, analogía de los españoles que asociaron la forma de esta loma con algo que ya conocían: “un pan pequeño, un panecillo”.
Es claro que desde sus orígenes “Shungoloma” ha sido un elemento esencial en la historia de Quito, no solo como un punto geográfico central, también como un símbolo cultural que ha atravesado transformaciones a lo largo del tiempo. La instalación de la Virgen de Quito o de Legarda en 1975 reforzó estas superposiciones, consolidando al Panecillo como un monumento visual e ideológico. La estatua, que se eleva como una protectora sobre la ciudad, no puede ser vista únicamente como un homenaje religioso. Por su ubicación la Virgen se convierte en un reflejo de la profunda conexión entre la ciudad y sus raíces precolombinas y luego coloniales, afirmando una identidad cristiana que fue impuesta y adaptada que sigue definiendo gran parte del imaginario quiteño. Además, su posición estratégica la convirtió en una barrera natural que, a lo largo del siglo XX, contribuyó a una separación física entre el norte y el sur de la ciudad. Esta división geográfica, acompañada por desigualdades en la distribución de infraestructura y recursos, sedimenta una segregación socioeconómica que aún hoy sigue presente.
Por lo tanto, es mucho más que un accidente geográfico o un sitio turístico, es un testimonio de las contradicciones que caracterizan a Quito y su desarrollo urbano. Mientras que por un lado une a la ciudad bajo un mismo horizonte, ofreciendo una vista panorámica que abarca tanto el pasado colonial como el futuro urbano, por otro, recuerda y perpetúa las divisiones sociales que han marcado su historia.
Esta gran loma es una metáfora viva de Quito y su mitología. Refleja tanto las tensiones como las esperanzas de una ciudad que busca integrar sus múltiples identidades, nos habla de un espacio que ha sido re-significado constantemente, pero que todavía guarda en su estructura los signos de una ciudad dividida. La Virgen de Quito sigue observando la ciudad desde lo alto, pero su mirada no puede borrar las divisiones que su presencia ayudó a consolidar, es decir, su habla.
Estefanía Vinueza y Gregorio Páez
Referencias:
- Barthes, Roland. 1999. Mitologías. México D.F.: Siglo XXI.
- Carrión, Fernando y Jaime Erazo. 2012. “La forma urbana de Quito: una historia de centros y periferias”. En: Bulletin de l ‘Intitut Fracais d’ Études Andines, 41 (3), pp. 503-522.
- Lefebvre, Henri. La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing, 1974.
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