Asimilación o liquidación, la ópera prima del estado-teatro
Por: María-José Rivera.
Podemos pensar en el ritual de ponernos de pie o hacer silencio cuando toca el himno nacional, en un documento de identidad que nos dice quién y qué somos, una rayita que ponemos sobre un papel para comunicar nuestro deseo de ser gobernados, la idea de el ecuatoriano, la representación del oficial de migraciones o de la policía. Son elementos sagrados, y por tanto no cuestionados, que en todo momento nos recuerdan que estamos bajo algo más grande, magnífico y poderoso: el estado.
El estado-nación es quizá la invención más obvia de la modernidad y un objeto inevitable de la filosofía política. Estoy segura de que es uno de los temas que más se ha estudiado desde diversas disciplinas como la sociología, la economía, las ciencias jurídicas y la ciencia política y también, con formas más veladas, otras de sus áreas, como la identidad colectiva desde la psicología, o como una delimitación territorial necesaria en estudios pertenecientes a las ciencias de la vida (por ejemplo, al comparar densidad poblacional o diversidad de flora entre países). Esta omnipresencia de ese ente llamado estado-nación debería generarnos al menos un poco de desconfianza, pero, por el contrario, nos genera una increíble sensación de seguridad y con frecuencia ninguna necesidad de cuestionarlo. Por ello, mi intención en este ensayo es traer algunas ideas de célebres pensadores del estado como instrumentos para señalar la necesidad de cuestionarlo en las prácticas migratorias, que es el tópico de mis columnas en esta revista, pero que también pueden servir para interrogar a los estados en cualquier otra línea de interés.
Primeramente, es necesario aclarar el término estado-teatro como una referencia retórica al estado-nación, pero que, contrario a este, no pretende definirlo en su totalidad, si no enfocarse en esta dimensión simbólico-demostrativa del poder estatal. Por lo tanto, no cabe por ahora detenerse a intentar definir el estado-nación, sino simplemente tomar su característica esencial como constructo descriptivo analítico de lo que estimo que la mayoría diría que es un estado, una identidad socio histórica definida por la exclusividad. Lejos de zanjar la discusión sobre qué es un estado, pretendo resaltar muy brevemente su doble naturaleza y su importancia para la filosofía política. La naturaleza del estado moderno se caracteriza por una revaloración de la racionalidad y la eficacia; sin embargo, esta es más una forma que adquiere la noción básica de soberanía, del ejercicio de la autoridad, del poder. El poder es el objeto básico de estudio de la filosofía política. El poder estatal, por ejemplo, fue de gran interés para Hannah Arendt, quien defendió la necesidad no solo de denunciar o lamentar las consecuencias a las que puede llegar ese poder estatal, sino de comprenderlo, porque la comprensión es un enfrentamiento deliberado con la realidad (Arendt, 2015).
Respecto a la definición de una identidad por exclusividad, como es el estado-nación, es oportuno señalar que esta aparente ambivalencia (el definirse por lo que no es) debe tomarse más como una tensión (Agamben, 2007) que como una contradicción lógica, que sin embargo nos lleva a plantearnos su relación con lo que no es. En Los Orígenes del Totalitarismo, Arendt (2015) estudia la relación del estado con las minorías en el caso de la cuestión judía. Para ello, parte de reconocer una interpretación histórica de la relación etnia-religión-estado, para comprender cómo las minorías llegan a definirse con base en su relación con el estado, es decir, su ser se da en cuanto dependen del reconocimiento estatal para ser.
En segundo lugar, aquí se inserta el aporte de Giorgio Agamben al identificar dos caras de la maquinaria gubernamental: la del poder como gobierno y gestión eficaz de la autoridad y la del poder como “realeza ceremonial y litúrgica”, de la cual poco se ha encargado la filosofía política (2008, p. 14). En su propuesta, este filósofo cuestiona la sacralidad del estado y su necesidad de gloria para echar a andar ese andamiaje de control. Es dentro de esta cara que aparece la idea de estado-teatro. Es decir, no lo entendemos como algo falso o engañoso, sino como una inmanencia dramática de su propia existencia y teleología.
Como hace ─entre otros─ Agamben, me inspiro en las ideas de la antropología sobre el estado como una ilusión, de Alfred Radcliffe-Brown, y del estado-teatro de Clifford Gertz (término sobre el que no profundizó y al que más bien su descripción le diera un tinte no-Western). En la filosofía sobre el estado, esta línea lleva a reconocer el estado como un complejo aparato de rituales, símbolos y representaciones propias del poder que se imponen sobre el ser humano. Podemos pensar en el ritual de ponernos de pie o hacer silencio cuando toca el himno nacional, en un documento de identidad que nos dice quién y qué somos, una rayita que ponemos sobre un papel para comunicar nuestro deseo de ser gobernados, la idea de el ecuatoriano, la representación del oficial de migraciones o de la policía. Son elementos sagrados, y por tanto no cuestionados, que en todo momento nos recuerdan que estamos bajo algo más grande, magnífico y poderoso: el estado. Es decir, el estado-teatro es la parte del aparato estatal que necesita mostrarse y demostrarse para que su poder fáctico sea ejercido.
Podemos pensar en la guerra o el genocidio como demostraciones del poder por excelencia, pensar en ellos como una obra de este teatro en un escenario gigante con miles de hombres dispuestos a matar o morir por su patria y con millones invertidos en utilería y máquinas de muerte. Pero, como se dijo antes, los rituales, símbolos y representaciones están en cada espacio de nuestras vidas, nos piden esperar, hacer, dejar de hacer, dar, recibir, esperar con paciencia una larga fila para obtener un sello, por el que además debo pagar. Es en la cotidianidad en donde el estado-teatro es más fuerte, porque las guerras se cuestionan más de lo que un papel que diga que tu existencia es real o de con quién quieres unir tu vida.
En tercer lugar, como ofrecí en el primer párrafo, ahora tomaré la noción de estado-teatro para analizar la práctica migratoria desde un enfoque filosófico-político. La cuestión migratoria es relevante para la discusión de estado-teatro porque el migrante o el refugiado funcionan como lo que Agamben llama paradigma, un ejemplo concreto que sirve para entender otros fenómenos. Así, la exclusión del judío da pie a un argumento político que lo categorizará como necesitado y deseado o como indeseable, llevando a que sea, o bien asimilado o bien liquidado: En un punto, en la Sociedad de las Naciones “sabían que las minorías en el seno de las grandes naciones tendrían más pronto o más tarde que ser, o bien asimiladas o bien liquidadas. (…) ni querían ni podían acabar con las leyes mediante las cuales existía el estado-nación”, dice Arendt (2015, p. 392). Y, aunque liquidar fácticamente al otro aún es una práctica lastimosamente común, es importante entender esta liquidación no necesariamente como un asesinato, sino como una negación de la humanidad de un ser, e incluso, de la negación del ser. La relación entre el estado y el sujeto se muestra más inteligible cuando hablamos de un estado receptor y un extranjero.
Sobre esta relación de poder entre el estado receptor y el extranjero, Abdelmalek Sayad, desde una sociología crítica, la lleva a un análisis del orden social. Sayad (2008) postula la existencia de una correlación entre los órdenes nacional (estatal) y migratorio. Al ser el inmigrante un no nacional dentro del orden nacional, su existencia deviene en conflictiva, lo cual se puede ver fácilmente en la lectura de la inmigración como un problema, como un atentado al estado y, por tanto, como algo que hay que ordenar, gestionar, gobernar para evitar el cuestionamiento del mismo estado. Quizá el aporte más relevante de este autor a los estudios migratorios es el haber identificado a la migración como la oportunidad de confrontar al estado-nación. De la mano con Arendt, Sayad (2008) explica que el migrante “fuerza a develar su carácter arbitrario (…), a desenmascarar los presupuestos; fuerza a revelar la verdad de su institución y a actualizar las reglas de su funcionamiento” (p. 106).
Pensemos, por ejemplo, en los procesos de nacionalización que exigen cumplir usualmente una lista de requisitos que una gran parte de nacionales no cumplen. Pienso, por ejemplo, en los exámenes de educación cívica que un inmigrante debe aprobar para solicitar la ciudadanía estadounidense, uno de los requisitos más temidos, pero que no todo estadounidense podría aprobar, sugiriendo así que la educación cívica sobre un estado en particular no es parte esencial de lo que es ser nacional. Sin embargo, el temor de ser deportado (ejercicio de poder eficaz o fáctico) se muestra y alimenta de la glorificación del estado en el ritual de solicitar y rendir el examen, en la representación del oficial del Servicio de ciudadanía e inmigración de los Estados Unidos, en el símbolo de la bandera que no solo corona la sala, sino cuyo significado forma parte de las preguntas del examen.
También podemos pensar en el procedimiento que siguen los solicitantes de refugio,[1] quienes se someten a evaluaciones sobre sus vidas, auscultando sus cuerpos y sus psiquis para saber si son merecedores del cobijo de un estado ajeno, cobijo que incluso si se logra usualmente es, cuando menos, limitado, y difícilmente garantizado en el mediano y largo plazo. La parte demostrativa y litúrgica del estado, lo que hemos llamado estado-teatro, se personifica en el oficial de refugio y los comités que deciden, quién es un verdadero refugiado, el ritual de la solicitud y la espera paciente de su resolución y en el símbolo de los ojos que juzgan una herida del cuerpo. Es más, el refugiado que muestra sus heridas e intenta verbalizar sufrimiento, es también una demostración artística —en el sentido etimológico de arte y técnica— del estado-teatro. [2]
Como resultado del examen de cívica gringo o de la resolución sobre la solicitud de refugio en cualquier país del sur, tenemos la posibilidad de deportación, que quizá en el segundo caso más que en el primero puede llevar directamente a la liquidación. Pero ambos casos muestran que el modo en que los estados resuelven su relación con los no nacionales es la asimilación o la liquidación. Estas dos opciones, por su misma capacidad de expresión son la ópera prima del estado-teatro, pues son los modos en los que logra ser aclamado y reconocido en su poderío. Los requisitos y protocolos de la asimilación o la liquidación de lo no nacional son performances precisos y, aparentemente, incontestables, y ahí están el poder y la gloria del estado.
María-José Rivera
Referencias
- Agamben, G. (2007). Lo abierto. Adriana Hidalgo Editora.
- Agamben, G. (2008). El Reino y la Gloria. Por una genealogía teológica de la economía y del gobierno. Pre-Textos.
- Arendt, H. (2015). Los orígenes del totalitarismo. Trad. Guillermo Solana. Alianza Editorial.
- Sayad, A. (2008). Estado, nación e inmigración. El orden nacional ante el desafío de la inmigración. Apuntes de Investigación del CECYP, (13), 101-116.
Notas
[1] Un refugiado es una persona que huye de su país de origen por temor a la persecución, al conflicto, la violencia generalizada, u otras circunstancias que hayan perturbado gravemente el orden público y, en consecuencia, requiere de protección internacional, es decir, de otro estado del cual no es nacional.
[2] Este tema es también parte del estudio de mi tesis doctoral como becaria del ISES CONICET-UNT.
Imagen tomada de karibukenia.es e intervenida digitalmente.