Filósofos pensando la literatura (un recuento personal) – Cristóbal Zapata
los filósofos han sido apasionados lectores de la poesía y han alumbrado nuestra comprensión de su significado. A todos estos pensadores prodigiosos les debo demasiadas revelaciones y horas dichosas, porque, al fin y al cabo, como nos recuerda el sabio Simon Leys, pintores, filósofos, poetas y novelistas “alcanzan toda la verdad por los atajos de la imaginación”
Desde la antigüedad, los filósofos se han sumergido en las aguas termales de la poesía, y los poetas y escritores han encontrado en la filosofía una gran cantera de estímulos intelectuales. Son numerosos los pensadores que han convertido a la literatura en objeto (algunas veces central) de su reflexión, sin olvidar que ellos mismos desarrollaron con diversa fortuna una prosa argumental, un estilo de escritura que en los casos más inspirados recuerda la poesía o se funde con ella. Paul Valéry, poeta-filósofo par excellence (y cartesiano empedernido) celebraba así un pasaje de Las Meditaciones metafísicas de Descartes:
No hay en ellas una palabra que no sea inevitable y que sin embargo no parezca haber sido delicadamente elegida. Veo en ellas un modelo de adaptación de la palabra al pensamiento, en el que se compone el estilo igual y distanciado perteneciente al geómetra que enuncia, con cierta gracia discretamente poética que hace más sensible el ritmo, el número y la estructura medida de este pequeño fragmento (Valery, 1993, p. 61).
Estos apuntes no son sino un veloz recuento personal de mis frugales lecturas filosóficas. Si los dioses y los editores de esta publicación lo consienten, me gustaría dedicar una siguiente entrega a repasar las cosechas filosóficas de los escritores; por ahora me limito a revisitar algunos acercamientos de la filosofía a la poesía –y por extensión a la literatura– siempre girando alrededor de mi biblioteca.
En honor a la cronología, empiezo recordando la Poética de Aristóteles, que sigue siendo una referencia obligada cuando se trata sobre géneros, recursos literarios, diégesis narrativa, entre otros rubros, aunque buena parte de sus argumentos hoy sean discutibles, como lo advirtió ya Juan David García Bacca: “la Poética –dice el profesor español– es la impresión que las obras literarias griegas hicieron en la mente de un filósofo. Con el agravante de que se trata de un filósofo creador de su propio sistema filosófico” (1946, p. VIII). Por lo tanto, considerando la limitaciones estructurales y estilísticas del edificio aristotélico –siempre según G. B.– habría que poner su tratado en salmuera, pues muchas de sus partes resultan “elementales, secas, esquemáticas” (García Bacca, 1946, p. VIII). No obstante, la gravedad de este diagnóstico, yo –que he desarrollado un particular deleite con los estilos arcaicos– encuentro sabrosos muchos pasajes, como este dedicado a la “verosimilitud” (entendida como una apariencia de verdad):
Se debe preferir lo imposible verosímil a lo posible increíble. Y los argumentos no deben componerse de partes irracionales, sino que, o no deben en absoluto tener nada irracional, o, de lo contrario, ha de estar fuera de la fábula, como el desconocer Edipo las circunstancias de la muerte de Layo, y no en la obra, como en Electra los que relatan los Juegos Piticos, o en los Mistos, el personaje mudo que llega de Tegea a Misia. Por consiguiente, decir que sin esto se destruiría la fábula es ridículo; pues, en primer lugar, no se deben componer tales fábulas; pero, si se introduce lo irracional y parece ser admitido bastante razonablemente, también puede serlo algo absurdo, puesto que también las cosas irracionales de la Odisea relativas a la exposición del héroe en la playa serían evidentemente insoportables en la obra de un mal poeta; pero, aquí, el poeta encubre lo absurdo sazonándolo con los demás primores (García Yebra, 1999, pp. 223-224).
En la modernidad, el hito de ese diálogo con la literatura y las artes es la monumental Estética de Hegel, que recopila las notas de las conferencias universitarias dictadas por el filósofo en Heidelberg y en Berlín entre 1818 y 1829, la primera filosofía del arte a gran escala. Son memorables las páginas que G. W. F. H. dedica a la escultura griega, a la arquitectura romántica y, particularmente, a la tragedia antigua.
En adelante, la literatura será uno de los campos más fértiles para el trabajo de los filósofos, y los mismos pensadores actuarán muchas veces como poetas, gracias a su propio estilo de escritura o a su vocación lírica: “¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!”, dice el Zaratustra de Nietzsche, quizá el filósofo-poeta por antonomasia. Aunque el propio Zaratustra, personaje inspirado en una figura semilegendaria de la antigua Persia, se mostrará profundamente decepcionado del talante moral de los poetas, y no dudó en fustigarlos:
Cánseme de los poetas, de los antiguos como de los modernos; todos son superficiales, mares de poca profundidad. No pensaron bastante en su profundidad; por eso su sentimiento no llegó hasta lo profundo.
Lo más que encontré en sus reflexiones fue un tanto de voluptuosidad y un poco de aburrimiento. Los sonidos de las cuerdas de sus arpas me parecen agitación de fantasmas. ¡Qué saben aún del ardor de los sonidos! Además, no me parecen muy limpios que digamos; enturbian las aguas para que parezcan profundas. Les gusta mucho pasar por conciliadores, mas para mí no son más que gentes de términos medios y de medidas medias, perturbadores y sucios (Nietzsche, 1933, p. 103).
La interpretación nietzscheana de la tragedia griega, El nacimiento de la tragedia (1872), es un libro capital, pues no solo actualizó y expandió el campo cultural de lo dionisíaco y lo apolíneo, sino que, al decir de Edgardo Dobry, aportó “la base para la filosofía postmetafísica del siglo XX” (2016, p. 9).
En El diario de un seductor de Kierkegaard (1843) convergen el poeta y el narrador, el filósofo y el enamorado (algo artero). Ese impulso poético se puede constatar en la hermosa meditación sobre Abraham que aparece en Temor y temblor (del mismo año), o cuando filosofa sobre la angustia: “Si un hombre fuera un animal o un ángel, no podría angustiarse. Puesto que es una síntesis, puede angustiarse, y, cuanto más profundamente se angustia, tanto más grandioso es el hombre” (Kierkegaard, 2016, p. 261). Sartre decía que “el mérito de Kierkegaard es formular el problema mediante su vida misma” (1973, p. 124).
No en vano, el “seductor” danés anticipa algunos senderos de los filósofos del existencialismo profundamente comprometidos con la creación literaria: bastaría recordar el hermoso y fundacional ensayo de Heidegger, “Hölderlin y la esencia de la poesía” (1937). Aquí uno de sus pasajes imperdibles:
El poeta nombra a los dioses y a todas las cosas en lo que son. Este nombrar no consiste en que solo se prevé de un nombre a lo que ya es de antemano conocido, sino que el poeta, al decir la palabra esencial, nombra con esta denominación, por primera vez, al ente por lo que es y así es conocido como ente. La poesía es la instauración del ser con la palabra (1992, p. 137).
El poeta y ensayista argentino Hugo Mujica, heideggeriano asiduo, ha escrito un sugerente libro sobre la misión de la poesía y la filosofía según el filósofo alemán, La palabra inicial. La mitología del poeta en la obra de Heidegger (primera edición en 1995, reescrita y ampliada en 2010). En su parte nuclear señala:
Heidegger observó que “en definitiva, el asunto que concierne a la filosofía es reservar el poder de las palabras más elementales a través de las cuales el ser humano se expresa”. Pero a la vez afirmó su convicción de que la reserva de sentido de estas palabras, y sobre todo las más cruciales, deben ser buscadas para recabar su “poder” y su energía, en otro discurso que el de la filosofía. Nuestro pensador cree, señala y encarna la certeza de que esas palabras, ese poder primordial, esa reserva de sentido, permanecen custodiadas y reservadas en el lenguaje poético (2010, p. 27).
Coetáneo de Heidegger, pero en la vereda ideológica del frente, está el entrañable Walter Benjamin, autor de un penetrante estudio sobre el drama barroco alemán y de luminosos ensayos sobre Goethe, Baudelaire, Proust, Kafka, etcétera. Solo este travieso cazador de citas y detalles pudo enhebrar esta poética imagen de Proust, atado a su lecho, obstinado en construir contra el tiempo las imágenes de su novela fluvial:
Devorado por la nostalgia se tendía en la cama, por una añoranza por el mundo tergiversado en el estado de la semejanza y en el cual irrumpe el verdadero rostro surrealista de la existencia. A ese mundo pertenece lo que sucede en Proust y el modo cuidadoso y distinguido en que todo emerge. A saber, nunca aisladamente, patéticamente, visionariamente, sino anunciándose, apoyándose mucho, sustentando una realidad preciosa y frágil: la imagen. Se desprende ésta de la ensambladura de las frases de Proust (igual que el día de verano en Balbec entre las manos de Françoise), antigua, inmemorial, como una momia entre los visillos de tul (1980, p. 22).
¡Una momia entre los visillos de tul! Había que tener la sensibilidad especial de un “marxista metafísico” –como llama Christopher Domínguez Michael a Benjamin (2001, p. 54)– para combinar en una frase el barroco funerario y los pliegues y sedas de la aristocracia francesa que Proust retrató con tanta precisión.
En su brillante recapitulación sobre la complicada trayectoria intelectual y vital de Benjamin, Hanna Arendt dice que su amigo “pensaba en forma poética”, pero añade: “no era poeta ni filósofo” (2022, p. 394). El veredicto, procediendo de una amiga tan cercana, parecería injusto e inaudito si no fuera porque el con-texto de su afirmación muestra el profundo conocimiento de su obra, el entendimiento y complicidad con su personaje. Por lo demás, la misma Arendt, a renglón seguido, señala que “en los momentos en que se molestó en definir lo que hacía, Benjamín se describió como crítico literario” (2022, p. 394).
Yo –con la venia de Hanna– discrepo, el filósofo de los “pasajes” está sustancialmente animado por la mirada de un poeta. Lo cierto es que hoy, Benjamin es un nombre cardinal tanto del pensamiento filosófico como del pensamiento político, histórico, artístico y literario.
Para cerrar el episodio alemán de este apurado repaso no puedo dejar de nombrar a unos de los más sobresalientes discípulos de Heidegger, Hans-Georg Gadamer, quien con su afilado instrumental hermenéutico ha realizado deslumbrantes acercamientos a la poesía alemana. Sus libros Poema y diálogo (1990), y su exhaustiva lectura de Cristal de aliento de Paul Celan (¿Quién soy yo y quién eres tú?, 1973) son paradas obligatorias no solo para conocer y comprender mejor a los grandes germanos del siglo XX (Stefan George, Rilke, Celan, Hilde Domin, Gottfried Benn…), sino el hecho poético en sí y la experiencia de su lectura:
toda nuestra recepción del arte, como la realización misma de nuestra existencia, está dominada por la temporalidad. La obra de un poeta no se presenta nunca de una vez. Incluso si una impresión artística parece situarse en el instante intemporal, nosotros nunca somos los mismos de antes. Es cierto que cada nuevo encuentro con una obra, de algún modo y alguna vez, referirá a encuentros anteriores, pero, curiosamente, tampoco se tratará entonces de un recuerdo del encuentro anterior, desdibujado ya, como un palimpsesto, una escritura apenas legible todavía detrás del texto que ahora leemos. Cada encuentro tiene sus propias circunstancias, con su propio trasfondo de resonancias y de sonidos que se extinguen. Las sensibilidades aparecen y desaparecen, los astros cambian de lugar (1993, pp. 63-64).
La brillantez escritural de Jean-Paul Sartre, nombre epónimo del existencialismo, no solo se puede constatar en tantas páginas de su ópera magna filosófica El ser y la nada (1943) sino en su voluminosa obra literaria que mereció el Premio Nobel en 1964, aunque él lo rechazara como una forma de impugnar la institucionalidad cultural. Sus notables estudios sobre Flaubert y Jean Genet (donde el lector entrenado en los secretos del arte narrativo alterna con el psicólogo y el fenomenólogo perspicaz), sumados a su obra teatral y ficcional, dan al habitué del Café de Flore un puesto preminente entre los escritores-filósofos de la historia. Yo, que en mi primera juventud tuve la osadía de hacer una “tesis” de bachillerato sobre Sartre, no puedo resistirme a recordar unas líneas de Las palabras (1964), ese hermoso ejercicio autobiográfico en dos actos (“leer” y “escribir”), su otra obra maestra literaria luego de La náusea (1938). Ese momento cenital en que un escritor descubre que el reino en este mundo está en la biblioteca (propia o prestada, porque no hay biblioteca ajena):
Yo había encontrado mi religión: nada me parecía más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo. Como nieto de sacerdote, vivía en el techo del mundo, en el sexto piso, encaramado en la rama más alta del Árbol Central; el tronco era el hueco del ascensor. Iba, venía por el balcón, lanzaba una mirada a vuelo de pájaro sobre la gente que pasaba, saludaba, a través de la verja, a Lucette Moreau, mi vecina, que tenía mi edad, mis bucles rubios y mi joven feminidad, volvía a mi cella o al pronaos, nunca bajaba de allí personalmente; cuando mi madre me llevaba al Luxemburgo —es decir, todos los días— yo prestaba mis harapos a las regiones bajas, pero mi cuerpo glorioso no bajaba de sus alturas, y hasta creo que aún está allí. Todo hombre tiene su lugar natural; no fijan su altitud ni el orgullo ni el valor: decide la infancia. El mío es un sexto piso parisino con vista sobre los tejados (Sartre, 1982, p. 43).
Después de Sartre sobreviene la avalancha posestructuralista, una brillante y aguerrida banda de filósofos y teóricos entre los que cuento (en mi inventario personal) a Roland Barthes, Jacques Lacan, Jacques Derrida, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Julia Kristeva, Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy. Sin olvidar sus diferencias (con frecuencia más conceptuales que estilísticas), gran parte de la obra de estos autores quizá admita el calificativo de “poéticas de la escritura”. Algunos de ellos son nombres claves de la nouvelle critique francesa, atraídos por el espíritu de la letra, pero también descifradores meticulosos de los microcosmos sociales y del funcionamiento de la psicología humana.
Apremiado por el tiempo y el espacio, me limito a consignar un título de cada uno de ellos que se ocupe de un escritor o asunto literario. Si empiezo por Barthes la elección es mucho más difícil, pero al fin fallaría por ese título seminal que es El placer del texto (1973); de Lacan, “El seminario de La carta robada” (1956); de Derrida, los ensayos reunidos en La escritura y la diferencia (1967); de Foucault, su texto sobre el excéntrico Raymond Roussel (1963); de Deleuze, su maravillosa colección de ensayos Crítica y clínica (1963); de Kristeva su trilogía de 1999 El genio femenino (tres tomos consagrados a Hannah Arendt, Melanie Klein y Colette, respectivamente), y un penúltimo imperdible (nunca hay un último en los listados de los lectores): El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán (1978), de Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, un monumental acercamiento al romanticismo alemán, particularmente al grupo de la revista Athenaeum, que conformó una revolucionaria comuna filosófica, literaria y erótica en la Alemania en los últimos años del siglo XVIII.
Un párrafo aparte merece Giorgio Agamben (también formado en la escuela francesa), especialmente por su libro El final del poema, que recoge algunos de sus extraordinarios estudios sobre poética y literatura. Un libro que tiene para mí el valor agregado de que me lo obsequió su traductor al español: el querido y admirado Edgardo Dobry.
Y no quiero irme sin dejar de nombrar (porque me están levantando la mano desde el librero que tengo al frente) a dos grandes filósofos españoles que con tanta prestancia y encanto han dialogado con la poesía y la literatura: Ortega y Gasset (con su célebre Meditaciones del Quijote), y a su ilustre discípula, María Zambrano, autora de Filosofía y poesía. En esta concisa y hermosa reflexión, escrita en 1939, durante su exilio en México –a orillas del lago Pátzcuaro, territorio de los indios tarascos–, la filósofa empieza evocando a Tomás Moro y su proyecto utópico. La utopía que para ella no era otra cosa que “la belleza irrenunciable” (2006, p. 9).
Como se ve en este paseo por mi scriptorium, los filósofos han sido apasionados lectores de la poesía y han alumbrado nuestra comprensión de su significado. A todos estos pensadores prodigiosos les debo demasiadas revelaciones y horas dichosas, porque, al fin y al cabo, como nos recuerda el sabio Simon Leys, pintores, filósofos, poetas y novelistas “alcanzan toda la verdad por los atajos de la imaginación” (2011, p. 126).
Cristóbal Zapata. (Cuenca, 1968). Escritor, editor, curador y gestor cultural. Ha publicado ocho poemarios y dos libros de relato. En 2013 ganó Premio Nacional de Cuento «Joaquín Gallegos Lara» del Municipio de Quito. Es, además, autor de numerosos ensayos sobre arte y literatura, y curador importantes exhibiciones dedicadas a artistas ecuatorianos. Fundó y dirigió la galería Proceso, fue director artístico del Festival de la Lira y director ejecutivo de la Bienal de Cuenca. Actualmente dirige la revista Coloquio de la Universidad del Azuay.
Referencias
- Arendt, H. (2022). Walter Benjamin (1892-1940), en La pluralidad del mundo. Antología, (A. Jaume, Ed.). Taurus.
- Benjamin, W. (1980). Una imagen de Proust, en Imaginación y sociedad. Iluminaciones I. (J. Aguirre O., Trad.). Taurus.
- Gadamer, H. G. (1993). Poema y diálogo (D. Najmías y J. Navarro, Trads.). Gedisa.
- García Bacca, J. D. (1946). Introducción filosófica a la Poética, en Aristóteles, Poética, Universidad Nacional Autónoma de México.
- Domínguez Michael, C. (2001). Diario en el museo de los juguetes, en La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX. Joaquín Mortiz.
- Dobry, E. (2016). Poéticas inesperadas: Agamben y la poesía, en G. Agamben, El final del poema. Estudios sobre poética y literatura, Adriana Hidalgo.
- García Yebra, V. (1999). Poética de Aristóteles, Gredos.
- Heidegger, M. (1992). Hölderlin y la esencia de la poesía, en Arte y poesía (S. Ramos, Trad.). Fondo de Cultura Económica.
- Mujica, H. (2010). La palabra inicial. La mitología del poeta en la obra de Heidegger, Editorial Biblos.
- Kierkegaard, S. (1843). El concepto de angustia, en Migajas filosóficas. El concepto de angustia. Prólogos (D. González y Ó. Parcero, Trads.). Trotta.
- Leys, S. (2011). La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas (J. Ramón Monreal, Trad.). Acantilado.
- Nietzsche, F. (1933). Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para ninguno. Biblioteca Ercilla.
- Sartre, J. P. (1973). Lo universal singular, en El escritor y su lenguaje y otros textos (Situations IX). (E. Gudiño Kieffer, Trad.). Losada.
- Sartre, J. P. (1982). Las palabras. (M. Lamana, Trad.). Alianza.
- Valéry, P. (1993). Una impresión sobre Descartes, en Escritos filosóficos (C. Santos, Trad.). Visor.
- Zambrano, M. (2006). Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica.
Ilustación de portada: Santiago Espinoza (@sanespinozza); Ilustraciones internas: Eduarda Abad (@EDU._.ABAD)