La Banalidad del Mal en Ecuador.
Por: Aníbal Cabral
Un razonamiento que, Adolf Eichmann probablemente aprobaría con entusiasmo, basado en el principio de una «ejemplaridad burocrática» que ignora por completo la legalidad, la humanidad y la moralidad de los actos del régimen.
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Emplear la noción de «banalidad del mal», acuñada por Hannah Arendt para explicar las motivaciones detrás de los atroces crímenes del Holocausto nazi, para analizar los sucesos en Ecuador puede, a primera vista, parecer una exageración desmesurada. Si bien las comparaciones con eventos de mayor escala global, como la situación en Palestina, podrían parecer más apropiadas, esto no significa que los sucesos en Ecuador no encajen en esta categoría o que carezcan de importancia, gravedad o peligro, especialmente en términos de su relación con el surgimiento y desarrollo del totalitarismo.
El 15 de diciembre de 1961, Adolf Eichmann, coronel de las SS y uno de los principales artífices de la «Solución Final al problema judío», el plan genocida que orquestaba la deportación, el transporte, el internamiento y el asesinato sistemático de judíos en territorio alemán y en las zonas ocupadas por la Alemania nazi, fue ejecutado en Israel.
La filósofa y politóloga judeoalemana Hannah Arendt presenció el juicio de Eichmann como corresponsal del diario estadounidense The New Yorker. Sus crónicas se compilarían en 1963 en el ensayo «Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal».
Para Arendt, una de las revelaciones más impactantes del juicio fue que Eichmann, lejos de personificar la maldad absoluta o demoníaca, o de tratarse de un ser abyecto y monstruoso, era, por el contrario, un individuo bastante común.
Según los psicólogos que lo evaluaron, Eichmann no presentaba ninguna psicopatía o perversión evidente. En su relación con su familia, mantenía una conducta ejemplar y no albergaba odio alguno hacia el pueblo judío. Era, de hecho, un hombre terriblemente normal y simplón, un simple burócrata y padre de familia que, en otras circunstancias, jamás habría trascendido a las páginas de la historia mundial. (Arendt, 2003, pág. 20).
El «arquitecto» del exterminio sistemático de cientos de miles de personas no solo se declaraba inocente de haber asesinado a persona alguna, sino que se presentaba como un ciudadano respetuoso de la ley y el orden. (Arendt, 2003, pág. 20).
Eichmann estaba plenamente consciente de lo que había sucedido, no lo negaba. Sin embargo, no podía comprender la maldad de sus actos, pues los cumplía en atención a las órdenes del Estado y a la ley. Ante tal situación, simplemente se permitió dejar de sentir o cuestionar, se consolaba en el hecho de que “había dejado de ser dueño de sus propios actos y que él no podía cambiar nada” (Arendt, 2003, pág. 83).
Bajo esta lógica, si su labor consistía en exterminar a un pueblo entero, él, en su papel de funcionario del gobierno alemán de la época, la ejecutaría con esmero, pulcritud y organización, con la esperanza de ser ascendido y prosperar en su carrera dentro del sistema público de la época.
Esta realidad, del mal expresado en las acciones de personas ordinarias, es la que nos permite comprender la existencia de un tipo de mal distinto al que define la religión o la ética tradicional, al que Arendt denominaba como el mal banal (Arendt, 2003).
Se trata de un mal tan aberrante como simple, que se basa en trivializar nuestras acciones y adormecer nuestras conciencias. Este mal se caracteriza por la falta de reflexión sobre los actos que cometemos o permitimos que se cometan, escudándonos en órdenes superiores, apego a la legalidad o cualquier otro acto de obediencia inconsciente que sirva para justificar la ausencia de análisis sobre la justicia o la moralidad de nuestro proceder.
Este tipo de mal no se limita al ámbito individual, sino que se manifiesta y vuelve posible en el aspecto social. Como bien señala Arendt, las acciones de Eichmann no podían ser realizadas por un solo individuo; por el contrario, requirieron la concertación y cooperación de todo el aparato estatal alemán, las burocracias de los países ocupados, las sociedades de esos países e incluso, en muchos casos, de los propios judíos que ocupaban cargos de responsabilidad en sus comunidades (Arendt, 2003, pág. 73).
Este adormecimiento de la conciencia de toda una sociedad resultó posible porque el régimen nazi logró un «colapso moral» de la sociedad europea, en el que el orden social imperante permitía, alentaba y facilitaba actuar sin cuestionar, mirar con indiferencia y normalizar actos criminales. (Arendt, 2003, pág. 78) .
Para lograr esto, el régimen nazi se basó en dos pilares fundamentales:
- El discurso del enemigo: Los judíos (junto a otros «enemigos» del Estado alemán) fueron posicionados como la fuente y causa de todos los males.
- La supremacía de la palabra del Führer: Esta era considerada como la máxima ley, por encima de cualquier normativa u orden.
Esta última idea fue desarrollada por Hans Frank, superior de Eichmann. Frank estableció como imperativo categórico del régimen nazi que la burocracia debía actuar siempre pensando en si el Führer aprobaría sus acciones (Arendt, 2003, pág. 84).
¿Cómo se vincula esto con el Ecuador?
Hace ya varios años, un discurso del enemigo ha venido instalándose en la sociedad ecuatoriana. Similar al régimen nazi, este discurso permite justificar acciones de dudosa legalidad o moralidad y normalizar la violencia contra los «enemigos» del Estado y la «sociedad de bien». Esta situación configura un colapso moral similar al de la Europa ocupada, pero con características propias del Ecuador.
Las definiciones de los «enemigos» del régimen, al igual que la categoría del «problema judío» nazi, son altamente maleables y aplicables a una amplia gama de sectores. Van desde delincuentes y narcotraficantes hasta enemigos políticos del régimen de turno, a menudo indistinguibles en el discurso oficial.
Si bien la situación no es nueva a la realidad política ecuatoriana, la idea de un conflicto armado, que genera en la sociedad ecuatoriana una mentalidad de asedio, ha perfeccionado el discurso del enemigo a tal punto en que, cualquier acción gubernamental se justifica si contribuye al «esfuerzo bélico» y, por lo tanto, a la derrota del «enemigo».
Es importante destacar que esto no niega la realidad del problema del narcotráfico y la violencia. Sin embargo, lo que sí pone de manifiesto es que el uso de este discurso permite aprovechar la situación para manipular a la opinión pública en contra de los enemigos políticos del gobierno de turno, convirtiéndose en una herramienta peligrosa para acallar disidencia y criminalizar la crítica legítima.
Bajo esta lógica discursiva, activistas ambientales, comuneros, periodistas e influencers, y, en definitiva, toda persona que no se alinee con la postura oficial, pueden ser catalogados como «enemigos del Estado», justificando la necesidad de apartarlos de la sociedad, ya sea limitando su ejercicio a la expresión o comunicación, o tal y como sucedió con los judíos de la Alemania nazi, deportándolos para evitar su perniciosa presencia al interior de la nación.
Un clima de violencia exacerbada, la hegemonía del discurso del enemigo y un supuesto “conflicto armado”, se vuelven campo propicio para un escenario donde la voluntad y la palabra del mandatario se erijan como la máxima expresión de legalidad. Esta situación implica que la burocracia estatal ajuste sus funciones al cumplimiento de los deseos del presidente, materializados en las órdenes de sus ministros, incluso cuando estas contravengan la ley.
Bajo el pretexto de la «decisión de la autoridad», todo tipo de acción termina siendo justificable, independientemente de si esta se encuentra reñida o no con la legislación nacional o el derecho internacional. Siempre y cuando, según la lógica oficial, sea una acción «necesaria» para capturar a un miembro del «enemigo”, o aportar a su derrota.[1]
En este contexto, la legalidad se convierte en un acto inmoral a los ojos de la burocracia estatal. Quienes se adhieren a estos principios son considerados como simpatizantes del «enemigo» de la nación y traidores a la voluntad del mandatario, atentando así contra la nueva «legitimidad» impuesta en el sector público.
Un razonamiento que, Adolf Eichmann probablemente aprobaría con entusiasmo, basado en el principio de una «ejemplaridad burocrática» que ignora por completo la legalidad, la humanidad y la moralidad de los actos del régimen. Un proceder banal que parecería calcado por la burocracia ecuatoriana.
Cabe entonces preguntarnos cuántos Eichmann se pasean hoy por el servicio público ecuatoriano. Individuos que adormecen sus conciencias al ritmo del discurso y la voluntad del mandatario, que rehúyen de la legalidad y la ética actuando sin pensar y justificando su accionar en el cumplimiento de órdenes superiores, con la ratonil esperanza de ascender u obtener prebendas. De este modo, con cada uno de sus procederes irreflexivos y sumisos, pavimentan el camino hacia una profundización el totalitarismo en Ecuador.
Aníbal Cabral.
Bibliografía
- Arendt, H. (2003). Eichman en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Editorial Lumen.
Notas
[1] Ver. https://www.primicias.ec/noticias/politica/relaciones-mexico-ecuador-embajada-noboa-glas/