No me llamo feminista, pero es tan bonito que la gente lo crea – Issa Aguilar
En primerísima instancia, cuestionarse sobre la herencia cultural debería ser un ejercicio obligatorio para todas y todos, aunque las dudas existenciales sean esas hermanas malas que nos rompen por completo.
Le tengo miedo a la palabra feminista, siempre que la escribo la visualizo en mayúsculas y todavía me es ajena. El miedo ha aumentado como un sentir emocionante y supremo en los últimos años, es decir, está cargado de adrenalina, de personas que me invitan a cuestionarme sobre una negación o postergación que ya no tiene sentido. Amigas, amigos y autoras de textos —brujas cargadas de hechizos y amuletos— que me motivan, con o sin intención, a encarar los cambios y abrazarlos. Son estos últimos años, precisamente, los que me han exigido detenerme y pensar en qué más debe suceder frente a nuestros ojos para evitar mirar a los derechos, a las obligaciones y a los privilegios como una misma cosa. Por ahora, somos una autodeterminación que aún me queda grande y yo contra el mundo, soy mi propia capacidad para quitarme el temor, potenciarme y reconocerme frente el saboteador más grande: el espejo.
—Espejito, espejito, ¿seré feminista?
Mis calibanes, mis arieles y mis brujas
Yo era de esas mujeres que estaban convencidas de que “el mayor enemigo de una mujer es otra mujer”, creía también que podía confiar más en mis amigos que en mis amigas. No sé cuántas veces lo repetí, pero tal vez ese acto performativo en mi lenguaje del que tanto cuenta esa filósofa lúcida que es Judith Butler, hizo que lo interiorice. Mentiría si hablo de una fecha exacta o un episodio puntual de cuándo mi machismo empezó a debilitarse. Lo que sí reconozco son nombres de seres extraordinarios que se tropezaron con mis constructos mentales e hicieron que yo me tropezara con ellos. Para mi suerte, vinieron acompañados de lecturas que hoy califico como indispensables, sin el ánimo de colorar a la lectura en un pedestal imaginario e innecesario, pues bien sabemos que hay ratones de biblioteca que acaban convertidos en ratas.
En primerísima instancia, cuestionarse sobre la herencia cultural debería ser un ejercicio obligatorio para todas y todos, aunque las dudas existenciales sean esas hermanas malas que nos rompen por completo. El poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar (1930-2019) habla de esto en su libro Todo Calibán, arranca con una experiencia que se convierte en pregunta y muta en preocupación cuando escribe: “¿Existe una cultura latinoamericana?” (2004, p. 19). Enseguida, sustenta el legado colonial que nos atraviesa a quienes nacimos en este lado del mundo y juega con una interpretación propia de La tempestad, la última obra de William Shakespeare. Fernández Retamar recrea a Calibán en una suerte de metáfora que representa a los indios caribes, a los pueblos subordinados que se rebelan ante Próspero, el colonizador que esclaviza a Calibán, porque considera que ha quedado en el borde de la civilización. Entonces aparece Ariel, la figura de los intelectuales tradicionales que deben decidir entre ser serviles al poder o unirse a la revuelta y a la lucha justa. Es así como se escribe nuestra historia, en claves reiterativas donde tratan de conquistarnos, pero históricamente cambiamos la secuencia y acabamos descubriendo a nuestros calibanes y peleando con uñas y dientes por nuestros derechos.
Es así como se escribe nuestra historia, en claves reiterativas donde tratan de conquistarnos, pero históricamente cambiamos la secuencia y acabamos descubriendo a nuestros calibanes y peleando con uñas y dientes por nuestros derechos.
¿Cuáles son los cuestionamientos primarios de los latinoamericanos?
es justo preguntarse qué relación guardamos los actuales habitantes de esta América en cuya herencia zoológica y cultural Europa tuvo su indudable parte, con los primitivos habitantes de esta misma América, esos que habían construido culturas admirables, o estaban en vías de hacerlo (Fernández 2004, p. 40).
Si bien el autor hace una reconstrucción importante de los personajes de la obra de Shakespeare, es curioso que Miranda, la hija de Próspero vuelva a concebirse como “un objeto de disputa” entre las figuras masculinas, o que el nombre de Sycorax, la madre de Calibán, no exista ni se registre. Aquello me hace pensar en la naturalidad con la que la historia y los autores han masculinizado o desaparecido a quienes les hacen sombra y les restan protagonismo y poder. Pienso, por ejemplo, en los entendidos que dicen, que hace miles de años Dios no era Dios, sino Diosa: Pachamama en los Andes, Ixchel en la mitología maya, Isis en Egipto, y así por el orden (que en realidad es un completo desorden).
Qué dicha mi nueva percepción de todo, hace no mucho esta no era yo, las ausencias de mis pares no me incomodaban y hoy me agobian. Repensar en nuestras herencias ignorando los feminismos es imposible. En 2010 conocí a María Isabel Cordero, la actual directora de la fundación Sendas, una organización no gubernamental que trabaja desde Cuenca e impulsa procesos de desarrollo a nivel local, regional e internacional a favor de los derechos humanos. Llevo más de una década aprendiendo tanto de ella que no me atrevería a resumirlo en unas cuantas líneas. María Isabel es feminista y se convirtió en una fuente incondicional para mi periodismo cuando escribía sobre temas de violencia de género, derechos de las mujeres, derechos de la población LGBTIQ+, entre otros. Recuerdo que en nuestra última entrevista la visité en la fundación. Para no perder la costumbre el tiempo se me fue escuchándola con atención absoluta, pero comenzamos a divagar y en un momento determinado me dijo: “vos eres feminista, siempre lo fuiste, tu poesía es feminista. El hecho de que te ocupes de estos temas y estemos acá conversando, debería convencerte de eso… ¡de una buena vez!”. Entre todas las virtudes que mi tocaya tiene, es también despistada. Sospecho que no recordará mi gesto de sorpresa y estoy segura de que nunca supo el peso que dejaron sobre mí sus palabras. Una carga que con el paso de las horas se convirtió en alivio, en intriga constante, en uno de esos pensamientos monstruosos y recurrentes que nos persiguen por días. Esa noche, cuando llegué a casa después del trabajo, volví a Con M de Mote se escribe Mojigata (La Caída, 2018), un poemario que recoge textos que escribí desde los 16 hasta los 29 años. No cabía en mi cabeza que el feminismo me haya atravesado hace tanto y no me había dado cuenta. Allí estaba yo, descubriendo el agua tibia gracias a María Isabel, la primera bruja y maestra feminista que apareció en mi vida.
La lucha de las mujeres, dice la escritora y activista Silvia Federici, ha permanecido lejos del imaginario revolucionario latinoamericano. Usa como analogía a la bruja Sycorax para reafirmarlo, pero modifica el rumbo de la narrativa en su obra Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. La memoria histórica que resulta de la historia bien contada, es fundamental en este libro que habla de un pasado en el que la persecución de hombres y mujeres acusados de brujería fue un hecho poco admitido en cuanto a ubicación geográfica, es decir, se lo limitaba a los países europeos. “La caza de brujas no destruyó la resistencia de los colonizados. Debido, fundamentalmente, a la lucha de las mujeres, […] proporcionando una fuente de resistencia anticolonial y anticapitalista durante más de 500 años” (Federici 2015, p. 342).
Ahora entiendo que nunca sentí resistencia por el movimiento feminista, siempre lo aplaudí desde mi metro cuadrado, dije gracias en silencio, pero me he sentido cercana al proceso hace apenas cinco años.
Ahora entiendo que nunca sentí resistencia por el movimiento feminista, siempre lo aplaudí desde mi metro cuadrado, dije gracias en silencio, pero me he sentido cercana al proceso hace apenas cinco años. Admito que tengo reparos enormes con las feministas que no se reconocen en sus contradicciones humanas, me aterra la superioridad moral de muchas, la necesidad partidista y egoísta de otras, el feministómetro que cargan unas cuantas; pero trato de asimilarlo como una realidad natural que nos enseña a todas. De lo que sí estoy segura es que las pocas respuestas sobre mi herencia cultural me han llegado de otras mujeres, poderosas y abarrotadas de sueños. Los lugares seguros en el mundo son, en este momento de mi vida, los brazos de mi madre y los abrazos y las palabras de mis hermanas y mis amigas.
Cuando estudiaba Periodismo, un profesor nos compartió algunas imágenes del cronista Felipe Guamán Poma de Ayala. Según yo y mi memoria que no es garantía, jamás volví a verlas hasta que leí a Federici. Mientras lo hacía me detuve en la página 354, donde se muestra la obra del cronista: una mujer andina es obligada a trabajar en un telar. Ella está sentada y tiene un hombre a sus espaldas que coloca una vara sobre su cabeza. La imagen es contemplativa, hiriente, y en la página siguiente la autora explica que los conquistadores no solamente destruyeron a los dioses de las culturas esclavizadas, sino que, además, estos ataques fueron acompañados por una saña directa contra las mujeres, castigos que consistían en “el azote público, el exilio y otras formas diversas de humillación” (355). Estos testimonios que estuvieron allí desde siempre, quieren reprocharme por no descubrirme antes, pero sé —como nadie sé— que los tiempos personales en nuestros procesos de formación son sagrados. Quiero creer que algo estoy haciendo bien, porque en las reuniones familiares me señalan de frente y prefieren evitar ciertos comentarios o los dicen “con tino, porque ella es exagerada con el tema de las mujeres”. Quiero convencerme de que soy la tía a la que mis sobrinas y sobrinos le contarán las cosas que no les pueden contar a sus padres. Quiero convertirme en la madre que sea también el lugar seguro para su hija y quiero que mi hija ya no salga a las calles a mendigar sus derechos.
Ellas y su contención como un poema
Virginia, Simone, Pizarnik, Peri Rossi, Margaret Atwood, Rosa Montero y otras tantas chicas tsunami aparecieron en mi vida muy temprano. Pero es a los veinte y tantos, esa edad en la que te quieres comer el mundo sin escupir las pepas, cuando descubrí a María Fernanda Ampuero en las páginas de la revista SoHo, una publicación satanizada por muchos en honor a su fotografía erótica femenina y que yo compraba como se adquiere una sustancia ilegal, contando las horas para llegar a casa y leerla en privado. A partir de allí comencé a hurgar entre las escritoras ecuatorianas y no las solté más. En este país nacieron tantas “malinches traicioneras”, además de Ampuero, como Sabrina Duque, Daniela Alcívar Bellolio, Carla Badillo Coronado y Mónica Ojeda, que en algún momento abandonaron Ecuador por valentía y amor propio. Cada vez que escucho sus respuestas, que con el tiempo se modifican, ante la clásica pregunta del por qué se fueron, las imagino argumentando con uno de los versos de Claribel Alegría (2008, p. 44):
¿Que traicioné a mi patria?
Mi patria son los míos
y me entregaron ellos.
¿A quién rendirle cuentas?
¿A quién?
decidme
¿a quién?
Pero lanzan respuestas distintas que no están lejanas de este verso, y lo que es mejor, esas respuestas se traducen en su escritura. En el apartado Mujeres y brujas en América, Silvia Federici no cree en las coincidencias para que las mujeres hayan sido históricamente condenadas. Si bien se refiere al Perú colonial y a una investigación de 1660, el mal se percibe como general a lo largo del texto. Al ser las mujeres las más afectadas, fueron quienes más se opusieron a los autoritarismos. Además de que antes de la conquista estaban muy bien organizadas, y aunque su trabajo no era reconocido como el de los hombres, fueron los españoles quienes implantaron prácticas misóginas que favorecían obviamente a los hombres (360-361). Lo terrorífico es que estas líneas corresponden a la época de 1528, pero parecen acoplarse a un contexto literario ecuatoriano actual. El que no vea las coincidencias es porque no quiere.
Frente a un escenario así, elijo seguir caminando de la mano de Federici, Alegría y Catherine Walsh que dice: “Escribo gritando. Gritando escribo” (2017, p. 17). Prefiero pensar con gratitud en esas mujeres que hacen lo mismo, me quedo con los instantes de cuando la poesía hizo lo suyo, quiero decir, aquello de quedarse entre la necedad y la necesidad de mis lecturas hace miles y miles de días. Una poesía que, incluso, me hace pensar que tengo memoria selectiva, porque recuerdo con exactitud el cómo y cuándo llegué al trabajo poético de las ecuatorianas María Auxiliadora Balladares, Ángeles Martínez, Sonia Manzano, Andrea Crespo, Andrea Alejandro Freire, María Clara Sharupi, Carla Badillo, Catalina Sojos, Camila Peña, Rosalía Vázquez, Gabriela Vargas, Lucía Moscoso, Roxana Landívar, Andrea Rojas, Mónica Ojeda… todas reunidas en una lista de voces favoritas que me han roto y vuelto a armar con su escritura. Eso también es el feminismo, sostenerse en las voces de mujeres que generan vínculos poéticos, que tejen puentes y los estabilizan para que crucemos por allí con las dudas, las rupturas, en medio de nuestras contradicciones y, claro, les demos a sus textos la lectura que más nos convenga: “Esta es la historia de la persistencia de una hoja. La hoja es mi enfermo corazón guardando celosamente el cadáver de Mabel. Guardo a mi hermana de los alacranes y la entierro en mis huesos para endurecerme con palabras suyas de bondad. Alimento sus muñecas decapitadas y las pierdo en la borrasca” (Ojeda 2019, p. 31).
El mundillo literario ecuatoriano ha sido definitivamente un lugar mejor gracias a las voces de las mujeres, pero contrario a lo que muchos creen, no se trata de un “boom” de autoras que surgen ahora. Siempre existieron, siempre ocuparon un lugar desde su escritura y resistencia, es solo que hoy, son ellas las protagonistas y las que se llevan los vítores y los premios que no las rebasan, pues son talentos que estaban allí antes de esos reconocimientos, mucho antes de ser portadas de revistas y periódicos. Me atrevería a decir que este también es un logro del feminismo, hablar de las mujeres más allá de la vulneración de sus derechos, sino, además, de su trabajo literario y a través de él, de su resistencia. De esto se trata la academia, de defender un proyecto educativo crítico como lo llama Walsh, con el fin de contener el sometimiento, el despojo y la eliminación provocados por un sistema que, al parecer, pretende afianzar la pedagogía de la crueldad (19-23). Mientras tanto, hay que dejar salir a la feminista de clóset que muchas llevamos dentro.
Mientras tanto, hay que dejar salir a la feminista de clóset que muchas llevamos dentro.
Issa Aguilar Jara.
Referencias:
- Alegría, C. (2008). Mitos y delitos. Visor.
- Federici, S. (2015). “Colonización y cristianización. Calibán y las brujas en el Nuevo Mundo”. En Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Tinta Limón Editores.
- Fernández Retamar, R. (2004). Todo Calibán. CLACSO.
- Ojeda, M. (2019). Historia de la leche. Severo.
- Walsh, C. (2017). Gritos, grietas y siembras de vida. Entretejeres de lo pedagógico y lo decolonial. En Pedagogías decoloniales. Prácticas insurgentes de resistir, (re)existir y (re)vivir. T. II. Abya-Yala.