Somos palabras: el silencio del verso al final del poema
Por Sebastián Ávila.
En el precipicio del poema, el lenguaje se enfrenta a su límite, y en ese enfrentamiento encuentra su verdad más profunda: la imposibilidad de coincidir consigo mismo, pero también su capacidad infinita para sugerir, para resonar, para transformarse.
«En el poema, el lenguaje alcanza su máxima potencia cuando se enfrenta al silencio».
Giorgio Agamben
El final de un poema es, a menudo, un precipicio. Un lugar donde el lenguaje, al borde del abismo, tropieza con su propio límite, enfrentándose a su incapacidad para cerrarse completamente sobre sí mismo. ¿Qué ocurre cuando el poema termina? ¿Es ese final un gesto de conclusión o, por el contrario, una apertura hacia lo indecible? ¿Qué queda del sonido y el sentido una vez que el último verso se sumerge en el silencio? Estas preguntas, lejos de ser triviales, nos conducen al núcleo de la poesía: su existencia como un campo de fuerzas, un espacio de tensión insatisfecha que nunca pretende resolverse. La poesía vive en esa lucha constante entre lo semiótico y lo semántico, entre el ritmo que vibra en las palabras y el significado que intenta atraparlas. En este equilibrio precario, la poesía se define no por lo que concluye, sino por lo que deja abierto. Como un aliento sostenido, el poema no busca decirlo todo, sino más bien insinuar, dejar que el lector complete lo que el lenguaje, por su propia naturaleza, no puede cerrar del todo.
Paul Valéry (1944) describió al poema como una “prolongada vacilación entre el sonido y el sentido” (p. 140). Esta definición es más que una descripción técnica; es una revelación del carácter esencialmente inacabado de la poesía. La vacilación de la que habla Valéry no es solo un juego estético, sino una condición ontológica del poema. Cada verso oscila entre ser un signo y ser música, entre su peso semántico y su resonancia sonora. Pero lo hace sin intentar resolver esta dualidad, sin pretender reconciliar lo irreconciliable. Es precisamente en esta vacilación donde la poesía encuentra su potencia. Cada verso es, simultáneamente, una unidad sonora y una unidad semántica, pero nunca logra coincidir plenamente consigo mismo. Este desfase, esta pequeña grieta entre sonido y sentido, es lo que permite que el poema respire. Es en esa fisura donde se aloja su capacidad para sugerir en lugar de afirmar, para abrir preguntas en lugar de ofrecer respuestas.
La tensión entre el sonido y el sentido no es un defecto, sino la fuerza vital de la poesía. Si las palabras coincidieran perfectamente con sus significados, si el ritmo estuviera perfectamente subordinado al sentido, el poema se transformaría en algo estático, cerrado, incapaz de moverse más allá de sí mismo. Pero la poesía, en su esencia, se resiste a esta clausura. Es un organismo vivo, que vibra precisamente porque nunca está del todo completo. Así, el final del poema no es un punto de llegada, sino un punto de partida. Es el lugar donde el lenguaje se repliega hacia el silencio, no como un gesto de fracaso, sino como una forma de liberar todo aquello que no puede ser dicho. En el precipicio del poema, el lenguaje se enfrenta a su límite, y en ese enfrentamiento encuentra su verdad más profunda: la imposibilidad de coincidir consigo mismo, pero también su capacidad infinita para sugerir, para resonar, para transformarse.
Sin embargo, el final del poema plantea un desafío particular. Aquí no puede haber encabalgamiento; no hay más versos que puedan extender el significado o prolongar la melodía. El último verso es, de hecho, una paradoja. En palabras de Giorgio Agamben (1995), «si la poesía está definida precisamente por la posibilidad de encabalgamiento, es consecuente que el último verso del poema no sea un verso» (p. 95). Esto no significa que el poema finalice en la prosa, sino que el final constituye una interrupción, una epifanía en la que la poesía se refugia en el silencio.
Dante (s/f), en su De vulgari eloquentia, habló de la «caída en el silencio» como la culminación más bella del poema. Este caer, lejos de ser una conclusión, es un acto de entrega. Es como si el poema reconociera que la coincidencia perfecta entre sonido y sentido es imposible, y que su verdadera tarea no es resolver esta tensión, sino sostenerla, incluso en su último suspiro.
El final del poema, entonces, no debe ser visto como un cierre, sino como un despliegue. Cuando Baudelaire (1861) escribe los versos finales de «Le cygne», con su alusión a «los cautivos, los derrotados… y muchos otros» (p. 34), no nos da una conclusión definitiva. En cambio, deja un espacio vacío, un eco que resuena más allá del texto. Walter Benjamin (1991) lo observó con precisión: el poema «súbitamente se interrumpe» (p. 91), y en esa interrupción se abre un espacio de posibilidad infinita. ¿Qué podemos aprender de este final suspendido? Que el poema, al igual que el lenguaje mismo, nunca se agota en lo que dice. Es un organismo vivo, un lugar de encuentro donde sonido y sentido no se reconcilian, pero tampoco se rechazan. Es, en palabras de Wittgenstein, una forma de filosofía poetizada, un pensamiento que vibra con una intensidad que la prosa no puede contener.
La poesía, en su caída interminable, nos recuerda que no todo puede ser dicho, pero que lo no dicho sigue latiendo, como un eco persistente entre las fisuras del lenguaje. Es allí, en ese vacío vibrante, donde el poema halla su verdadera voz, no como una certeza, sino como una posibilidad infinita. En el final del poema, el lenguaje se vuelve hacia sí mismo, contemplándose con una mezcla de audacia y humildad, como quien intuye que jamás podrá abarcar lo inabarcable.
Ese final no es un cierre, sino un resplandor tenue que habita en el umbral, un gesto que no concluye, sino que se disuelve en el misterio. El poema no se consuma, sino que se perpetúa en el espacio que deja tras de sí. Su silencio, más que ausencia, es una presencia viva, cargada de lo que nunca se dirá del todo pero que, sin embargo, no deja de estar ahí, insinuándose, reclamando ser descubierto una y otra vez.
Es en ese silencio donde el lenguaje alcanza su mayor plenitud, no porque lo explique todo, sino porque acepta su incapacidad de hacerlo. Paradójicamente, este colapso en el abismo es también una forma de expansión. Es el momento en que el poema renuncia a la imposición del sentido y, al hacerlo, se libera para ser mirado, habitado, completado por quienes lo leen. El silencio no es el final de la poesía, sino su forma más elevada de afirmación. Es el recordatorio de que lo inexpresado no es ausencia, sino potencialidad; que lo no dicho nunca es del todo inaccesible, sino que permanece, flotando en los bordes del sonido, esperando ser oído en la caída.
De este modo, el poema, al morir en su última línea, no deja de existir. Más bien, se transforma en lo que siempre fue: un gesto inacabado, una pausa que respira, una declaración que se disuelve para revelarnos que el lenguaje, en su fragilidad, no tiene que explicarlo todo para decirlo todo. En el final del poema, el lenguaje no se cierra; se abre al infinito.
Sebastián Ávila. Escritor y Docente universitario en la UBE. Magister en estudios avanzados en literatura en España. Magister en pensamiento socio crítico por la PUCE. Becado en investigación literaria por la UASB.
Referencias
- Agamben, G. (1999) El final del poema. Editorial Pre-Textos.
- Alighieri, D. (s/f). Sobre la elocuencia en lengua vernácula. www.academia.edu/22762037/Dante_Alighieri_De_La_Lengua_Vulgar
- Baudelaire, C. (1971). Las flores del mal. Gallimard.
- Benjamin, W. (1991). «El narrador: Consideraciones sobre la obra de Nikolái Leskov». En Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus.
- Valéry, P. (1945) Variedad V. Editorial Losada.