El cliente nunca tiene la razón: diatriba contra las libertades individuales
Por: Christian Duarte.
El psicoanálisis revela que nuestros deseos resultan de una serie de experiencias infantiles abrumadoras, de contradictorias expectativas sociales, de instintos eminentemente animales y de toda otra gama de factores conocidos y desconocidos. Incluso Marx cuestiona el libre albedrío con el que los hombres ejecutan sus deseos, atribuyéndolos a circunstancias que “que existen y les han sido legadas por el pasado”. Con esto en mente ¿es descabellado pensar que el hipotético cliente simplemente no sabe qué desea y mucho menos por qué lo desea?
¿Hay algo más errado que pensar que el cliente siempre tiene la razón? Este sofisma insípido ha sido una de las peores cosas que han salido de los Estados Unidos, lo cual es mucho decir para un país que le dio al planeta las bombas atómicas y a Ronald Reagan. Y aun así, este aforismo deleznable se ha convertido en el onceavo mandamiento de la sociedad occidental y todos hemos sido víctimas y victimarios de su uso. Lo que nos compete en este espacio es lo profundamente equivocado que es creer que, en efecto, la gente sabe elegir y sus implicaciones en la construcción del ser político.
Lo más doloroso de esa noción ridícula es que pone en evidencia nuestra propia naturaleza trivial ¡Qué sencillas serían nuestras vidas amorosas si supiéramos elegir! Hace más de 100 años Freud (1919) ha dicho que “el Yo no es dueño y señor en su propia casa”, haciendo referencia a que nuestros deseos no pueden ser completamente domados y que los procesos anímicos son en su mayoría inconscientes, nos da un punto de partida sencillo para esta idea. No hace falta irnos muy lejos para encontrar validez en estas palabras, pues si no fuera así, las cárceles estarían vacías y las farmacéuticas no habrían ganado 17.8 billones de dólares en el 2024 vendiendo Ozempic. Conviene señalar que si hay un terreno donde el cliente definitivamente no tiene la razón es el psicoanálisis. De ser cierto, lo primero que dirían los analistas en consulta sería “¿entonces a qué vienes?”. Lo que nos interesa no es el control que tengamos sobre nuestros deseos, aunque sobre esto volveremos luego, sino que dichos deseos no están orientados hacia lo que conscientemente creemos querer. El psicoanálisis revela que nuestros deseos resultan de una serie de experiencias infantiles abrumadoras, de contradictorias expectativas sociales, de instintos eminentemente animales y de toda otra gama de factores conocidos y desconocidos. Incluso Marx (2003) cuestiona el libre albedrío con el que los hombres ejecutan sus deseos, atribuyéndolos a circunstancias que “que existen y les han sido legadas por el pasado” (pp. 10). Con esto en mente ¿es descabellado pensar que el hipotético cliente simplemente no sabe qué desea y mucho menos por qué lo desea?
Volvamos sobre el control sobre el propio deseo. Por mucho que insista Séneca (2000), la domesticación de las pasiones mediante el triunfo de la virtud a través del cultivo de los hábitos parece alejado de la experiencia cotidiana. Nos resulta mucho más sencillo seguir a Schopenhauer cuando afirma que “el camino de la renuncia y austeridad no es adecuado, porque la ciencia está calculada para el hombre normal y éste está demasiado cargado de voluntad (vulgo sensualidad) como para querer buscar la felicidad por este camino” (pp. 25). Como el Frollo de Victor Hugo (2008), nuestros deseos superan los obstáculos intelectuales que les ponemos. En sus palabras, “a partir de aquel día hubo dentro de mí un hombre al que no conocía. Quise servirme de todos mis antiguos remedios: el claustro, el altar, el trabajo, los libros. ¡Locura inútil! ¡Cómo suena a hueco la ciencia, cuando golpea con desesperación una cabeza llena de pasiones! ¿Sabes acaso, muchacha, lo que desde entonces veía entre mi libro y yo? A ti” (pp. 337). Esto nos lleva a una segunda posibilidad: ¿es descabellado pensar que el atormentado cliente desea cosas que van en contra de sus intereses?
No por casualidad se ha mencionado que somos todos víctimas y victimarios de la noción de que el cliente tiene la razón. Justo en este punto radica lo verdaderamente abominable de tal proposición. Nosotros, en nuestro inigualable narcisismo, creemos que sabemos elegir y exigimos de otros que se guarde especial reverencia a nuestro deseo. “El tipo que ocupaba mi cargo antes”, nos decimos, “no sabía nada, pero yo sí sé y voy a hacer un mejor trabajo”. ¡Cuánta sabiduría tienen los ingenuos! Peor aún, cuánta sabiduría tienen los obsoletos. El proverbio banal que motiva la discusión es simplemente una carnada que con gusto mordemos, pues despierta nuestro deseo de dominio sobre las bestias salvajes, los animales que se arrastran por el suelo y los peces del mar prometido en el Génesis. Al no poder controlar ni siquiera nuestros gatos malcriados, nos resignamos a mandar sobre los meseros. ¡Incluso estos ejercicios onanistas de plasmar palabras con ínfulas de eternidad son un testimonio de nuestro narcisismo! Los perros, criaturas nobles, no esperan que se inmortalicen los ladridos que salen de sus hocicos. Kundera (2000), mucho más lúcido, identifica que “escribimos libros porque nuestros hijos no se interesan por nosotros. Nos dirigimos a un mundo anónimo porque nuestra mujer se tapa los oídos cuando le hablamos”. Volviendo al tema, no debemos olvidar que este refrán barato es simplemente una estrategia publicitaria dirigida al ego, una promesa de que finalmente alguien nos tratará como los reyes que somos. Una estrategia eficaz, debemos añadir. Con todo lo dicho, ¿es imposible considerar que el frágil cliente es simplemente un monigote inseguro cuyos caprichos infantiles lo hacen vulnerable a seducciones vulgares?
Siendo así las cosas, ¿en qué cabeza cabe la democracia como proyecto viable? No hay, para sorpresa del lector, un proyecto de gobierno alternativo en estos párrafos meritorio de un premio Nobel, pero sí una propuesta: la aceptación cínica de nuestra naturaleza indigna, la confesión jovial de nuestra motivación ridícula, el reconocimiento cómico de nuestra incapacidad para elegir. ¡Qué absurdo es elegir un estafador obeso de color naranja como presidente de la nación con el mayor arsenal nuclear del planeta! ¿Pero no es acaso más absurdo querer entrar ilegalmente a dicha nación para tener el privilegio de lavar los platos de aquellos que votaron por aquel personaje? Payasos, payasos todos nosotros.
El diagnóstico que hace el Coriolano de Shakespeare (2017) sobre la democracia es preciso, de modo que, hablando como un político cualquiera le dice al pueblo: “puesto que la sabiduría de juicio consiste en preferir mi sombrero a mi corazón, practicaré la inclinación de cabeza más insinuante y me quitaré el sombrero del modo más fingido” (pp. 71). Esto no debe confundirse con una propuesta para fijarse en el valor del carácter de los candidatos políticos. ¡Dios nos libre de caer en la infamia de proponer algo útil! Nuestro propósito es reconocer que en efecto nos gusta que se quiten los sombreros para nosotros. Como si fuéramos adictos dando el primer paso hacia el cambio, debemos iniciar por reconocer que somos impotentes ante el narcisismo y nuestras vidas se han hecho ingobernables. ¿Hacia dónde nos llevaría esta forma de pensar? Idealmente, hacia una propuesta que reconozca que hay algo insondablemente oscuro en nuestro ser que debe ser intervenido. Por ejemplo, la propuesta marxista (1975) de “la supresión de la personalidad, independencia y libertad burguesas” (pp. 71) suena especialmente atractiva para nuestra forma de pensar. ¿Popular? Sin lugar a duda no, pero después de todo lo dicho hasta el momento y en este preciso momento de la historia ¿no parece más sensato creer en la suspensión de las libertades basadas en la explotación que seguir creyendo que el cliente tiene la razón?
Christian Duarte. Psicólogo clínico, magister en filosofía, ciclista aficionado, bartender profesional, criminal internacional.
Referencias:
- Freud, S. (1919). Obras completas Volumen 17 (1917-19). De la historia de una neurosis infantil y otras obras.
- Hugo, V. (2008). Nuestra señora de París. Alianza Editorial, S.A. Colección: 13/20. ISBN: 9788420662695
- Kundera, M. (2000). El libro de la risa y el olvido. Barcelona: Seix Barral.
- Marx, K (2003) El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Fundación Federico Engels. ISBN: 84 – 932118 – 7 – 7
- Marx, K., Engels, F. (1975). Manifiesto del partido comunista (Vol. 124). Ediciones en Lenguas Extranjeras.
- Séneca, L. A. (2000). Diálogos. De la ira (Libro II). Trad. y notas de Juan Mariné Isidro. Madrid, Gredos.
- Shakespeare, W (2017). Coriolano. Editor: Edu Robsy. Edita textos.info. Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor – Menorca, Islas Baleares, España
- Schopenhauer, A (2000). El arte de ser feliz. Herder Editorial, S.L., Barcelona. ISBN: 978-84-254-2628-5
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