Ser un buen y mal comunista (Parte III)
Pedro Jimenez-Pacheco.
Así va enmudeciendo a sus antagonistas, tras una búsqueda obsesiva y gozosa de la objetividad del conocimiento, en una lucha extenuante por acercarse a la verdad, en tanto procura vivir dialécticamente, como un ‘hombre libre que a veces pisotea su libertad’.
En esta tercera sección, el teórico francés enfrenta sus contradicciones fundamentales y las sostiene agarrado tanto a su conciencia filosófica como a su romanticismo revolucionario. También expresa sus desencuentros con el Surrealismo y el Partido, con la realidad existente. Otros malentendidos son aclarados antes de que nazcan. Es natural que su coherencia tambalee en muchas de sus afirmaciones. Así va enmudeciendo a sus antagonistas, tras una búsqueda obsesiva y gozosa de la objetividad del conocimiento, en una lucha extenuante por acercarse a la verdad, en tanto procura vivir dialécticamente, como un ‘hombre libre que a veces pisotea su libertad’.
Tercera parte: ser un buen y mal comunista
Soy fundamentalmente un individualista, con tendencia al anarquismo (y por tanto un hereje, un aberrante, un vagabundo, un ‘espiritual’ proscrito). Soy fundamentalmente un oposicionista irreductible. Me declaro especialmente contra lo que existe, sea lo que sea (más aún, y no hace falta decirlo, contra la existencia muerta más opresiva, el orden y el desorden burgueses; pero igualmente, contra cualquier otra ‘existencia’, por ejemplo, la disciplina militar que se impuso entre los comunistas en nombre de la interpretación que Stalin hacía del marxismo). Nunca quise visitar la URSS para no volver disgustado o peor. Por eso estoy en contra de la coacción, de la autoridad externa, del poder. Tengo un odio visceral al poder, no me gusta la gente que tiene poder. Y cuando oigo hablar del Estado, aprieto los dientes. Odio la razón de estado, la mentira oficial.
Lo sé, lo reconozco, lo acepto y lo proclamo; lo asumo plenamente, como se dice en cierto lenguaje. Pero lo hago junto con el otro polo de la contradicción, siendo este segundo polo (subrayo) tan fundamental, tan esencial, como el primero: la necesidad de rigor, universalidad, disciplina, y organización. Y de eficacia. La necesidad de ser y actuar por algo posible, vivo, realizable y real. Así he vivido en esta contradicción, como un romántico violentamente reprimido, un hombre libre que a veces pisotea su libertad. Y esto no era una ‘doble conciencia’, sino mucho más: una vida doble y única a la vez: –la peor– la del filósofo de los llamados tiempos modernos.
Conocemos la explicación habitual de los Paleo-marxistas (en sus manos, el marxismo rebasó los límites de la vulgaridad): intelectual pequeñoburgués, filósofo especulativo, metafísico, supervivencias ideológicas, etc. Y sí, esa explicación es cierta. Es simplemente limitada, burda, sumaria, en una palabra, superficial. Elude un análisis que devuelva significado y valor a las demandas tradicionales del pensamiento. Sostendría que esta contradicción fue también y precisamente la de los fundadores y clásicos del marxismo.
Si el individualismo del intelectual –el escritor, el filósofo– tiene causas y razones en el pasado, también las tendrá en el futuro. Tiene raíces en el futuro (una metáfora que empleo con gusto). La reivindicación de la individualidad, el derecho a la individualidad y a su desarrollo sin límites son fundamentales. Subyacen a otras reivindicaciones y se encuentra tanto en el punto de partida como de llegada del marxismo, el alfa y la omega –al mismo tiempo como problema y contradicción teóricamente resuelta, sobra decirlo. Si el militante sindical no lo necesita y el militante político quiere ignorarlo, el militante filosófico debe recordarlo claramente y de forma distinta. Durante cierto período (en concreto, el del capitalismo en la era de la libre competencia), el individuo adoptó la forma concreta e ideológica del individualismo, de la conciencia privada opuesta a la conciencia pública, lo que de ninguna manera impedía que el hombre fuera un individuo (social); el problema es unir lo individual con lo universal y resolver una serie de contradicciones para que la sociedad se ponga al servicio del individuo y no el individuo (directa o indirectamente, de manera autoritaria o liberal) sirva a la sociedad. No hay definición de comunismo sin esta exigencia absoluta, olvidada por quienes transformaron el marxismo en una filosofía e ideología de Estado. Esta exigencia expresa, al mismo tiempo que excrecencias temporales y caducas, una exigencia profunda y esencial. La razón, el pensamiento, la obra de arte o la filosofía, son y serán siempre cosas (o mejor dicho, no cosas) individuales Aunque su contenido o contenido o material provenga de la historia, del pueblo, de las masas. Incluso y especialmente cuando el demasiado famoso ‘culto a la personalidad’ consagró y selló la eliminación parcial o total de la individualidad en el socialismo de Estado, y en todo caso el abandono de la búsqueda fundamental como tal. Porque el culto a la personalidad es radicalmente incompatible con la cultura del individuo universal. La impersonalidad del pensamiento es la ilusión más obstinada del marxismo vulgar y su dogmatismo (aún más ilusorio al atribuir el privilegio del pensamiento a la «personalidad» superior o a la comunidad política fetichizada). Esto significa que, para el marxismo vulgar y su dogmatismo o ultra dogmatismo, el pensamiento ha llegado al final de su papel crítico y creativo, para convertirse en una especie de órgano de aplicación colectiva de un sistema esencialmente acabado.
El sentido, el gusto del individuo, tienen su fundamento profundo tanto en la teoría marxista como en la tradición francesa, y en las diversidades inalienables dentro de esta teoría y tradición. Y en nuestro propio tiempo, también en sus profundas necesidades de claridad y expresión.
He combatido al surrealismo como doctrina, filosofía o pseudo-filosofía (con una pseudo-dialéctica de realidad y sueño, sensación e imagen). Reconozco que, en términos históricos y estéticos, tenía un significado (al igual que el ‘dadaísmo’ de mi amigo Tristan Tzara[1]). Estas tendencias marcaron incluso a quienes las rechazaban como doctrina, pues expresaban ciertas aspiraciones de una era.
El surrealismo, como doctrina, era una forma ritualizada y codificada de alienación: alienación a través de la imagen-objeto, acompañada de una restitución bien gestionada de magia, ocultismo y otras fantasías bastante comunes, curiosamente elevadas al rango de poesía. Así pues, nunca he sido un ‘surrealista’, ni no lo soy ahora. Pero vengo de la era y las exigencias que condujeron a la irrupción del surrealismo. Quienes no vivieron este período (y su crítica) me parecen hoy carentes de una cierta experiencia. Una carencia que les priva y disminuye, aunque tengan otras experiencias igual de valiosas (como, por ejemplo, las dificultades y contradicciones del realismo). El dadaísmo, el surrealismo, el romanticismo exagerado (e insoportable), todos expresaban desprecio por la trivialidad y la prosa del mundo, odio tanto por la infelicidad como el placer plano. También, por el gusto y el sentido de lo maravilloso, de lo asombroso, por ejemplo, el momento excepcional (ciertamente no exitoso ni perfecto, pero sí pleno o total…). Era también la imposibilidad de renunciar al ímpetu subjetivo y al entusiasmo, al sabor de la libertad. Y la hipótesis implícita de que sólo la imagen más extrema y excesiva permite captar en su contradictoria profundidad lo real del hombre y del mundo. Una hipótesis compartida a partes iguales por Picasso y Éluard, y más por ellos y Tzara, que por André Breton.
En este sentido, no puedo dejar de continuar siendo un romántico revolucionario[2].
Hay entre mis mejores amigos (como Roger Vailland o Claude Roy, no Aragon) quienes, aunque creo que luchan contra sí mismos, mantienen un gusto por el clasicismo que me cuesta aceptar, por hallarlo abstracto y reducible a una vaga ambición, aquella de estar de acuerdo con el mundo y las condiciones externas (los desacuerdos se proyectan más allá o por debajo del presente, lo que en mi juicio define la posibilidad de cualquier clasicismo).
Me siento más profundamente en sintonía con Brecht que con cualquier otro escritor vivo (si no, tal vez, Shólojov[3]; y Roger Martin du Gard[4], a quien nunca he conocido personalmente, pero considero el más grande escritor francés contemporáneo, debido a su virtud de rigurosa honestidad).
Comprendo las imprecaciones de ciertos ‘adversarios’ y de ciertos ‘amigos’: ‘¿Cómo, con esta actitud, puedes pretender ser comunista, y desde hace casi treinta años, ser miembro del Partido Comunista Francés, un militante activo y de base? Se trata de un extraño malentendido, por no decir otra cosa. Debes haber sufrido un buen trato, o haberte escondido’. Eso es lo que dirán o pensarán algunos. Y otros: ‘¡Pero estás loco! No eres ni comunista ni marxista. Eres simplemente un mal miembro del Partido. Nunca has entendido nada. Estás engañando al Partido. Quieres eludir la mitad de tu conciencia y de tu vida al control y la disciplina del Partido. Hoy, bajo la apariencia de una autobiografía, te has desenmascarado, te pones fuera del Partido, como ya lo estuviste, como nunca has estado…’.
Mi respuesta, tal como yo lo veo, es que no hay malentendidos ni engaño. Y que quienes hablan así nunca han entendido nada de vivir y experimentar contradicciones (es decir, la dialéctica).
Lo primero en lo que hay que estar de acuerdo es el significado exacto de estas palabras: ‘ser marxista, ser comunista’.
Si lo que se entiende por estas palabras es una especie de cualidad o esencia que haría inmediatamente de un comunista un hombre diferente, diferente de los hombres de hoy, escapando de sus contradicciones –y ya contemporáneo del futuro, ya un hombre de la sociedad comunista– confieso que no soy un buen comunista (se solicita de favor a los potenciales lectores y comentaristas que no tomen esta frase aisladamente ni la citen fuera de contexto). Iré más allá. Creo que esta pretensión ha creado una especie de gente imposible, inaceptable, que enfrenta las verdades históricas y su falaz autodescripción como hombres nuevos con una arrogancia increíble. Diré junto con Brecht: «infeliz la tierra en que se necesiten héroes».
Soy de mi tiempo, lo más plena y dolorosamente posible, y a veces, lo más humildemente posible. ‘Asumo’ todas sus contradicciones por completo. Creo que es un error querer saltar por encima de uno o varios períodos históricos y pretender ser ya ‘hombres comunistas’. Eso no significa nada. Más exactamente, esta pretensión de cualidad excepcional se transforma en su contrario: la disciplina en cobardía, la libertad en dogmatismo, la devoción en ambición frenética. Creo que esto es (junto con su castigo inmanente) una forma de idealismo en el sentido marxista de la palabra: una superfetación, una excrecencia parasitaria en el árbol de la vida. En una palabra, sectarismo (la ideología de una secta).
Si lo que se entiende por ‘ser comunista’ es la lealtad incondicional a uno o varios hombres (ayer Stalin), o a un país (ayer y hoy la Rusia soviética), o a una clase (el proletariado francés), o a una nacionalidad (Francia), o a una institución política (hoy el Partido, mañana el Estado resultante de la transformación revolucionaria), respondo: no, no soy un buen comunista. Como nunca aceptaré nada absoluto, nada incondicional. Solo la verdad tiene un derecho ‘incondicional’ y absoluto, y ella misma es siempre relativa y al mismo tiempo que absoluta. Jamás renunciaré a mi libertad crítica, libertad por otra parte condicionada y limitada por la aceptación de disciplinas y decisiones tomadas con mira a la acción. Nunca abandonaré la unidad de este aspecto múltiple y contradictorio: mi conciencia filosófica.
Por el contrario, si por las palabras ‘ser marxista, ser comunista’ entendemos el hecho en sí de proceder de un análisis científico (materialista y dialéctico) del desarrollo social para vislumbrar el advenimiento de una sociedad sin clases basada en la abundancia, en la proliferación sin fin de las necesidades y sus satisfacciones, y en consecuencia, en la propiedad colectiva y la explotación social de los medios de producción, de modo que las palabras ‘justicia’, ‘derecho’ y ‘democracia’ al final pierdan su significado –si entendemos por ello la idea de que hoy se puede ya conocer y apreciar el presente y la lucha de clases desde el punto de vista del futuro, para orientarlo hacia allá con la máxima economía en cuanto a vidas, riqueza y logros de la civilización– entonces proclamo alto y claro que soy un muy buen comunista, y de ninguna manera idealista. Lo opuesto.
El Partido es entonces la libre asociación de aquellos que, de manera explícita, abierta, libre y claramente, toman una posición en este sentido, en todos los problemas, que adoptan en cada cuestión contemporánea la solución orientada en esta dirección, y que, por tanto, aceptan una cierta disciplina racional. Una definición que es precisa y amplia a la vez. No se afirma que el Partido Comunista como tal sea la única fuerza social que se dirige hacia el socialismo, ni siquiera la única fuerza política revolucionaria, sino que es la única fuerza revolucionaria coherente, capaz de seguir con la transformación del mundo hasta el final.
Creo necesario recordar aquí la amplitud de visión con la que Marx, Engels y Lenin entendieron la historia. Para ellos, los peores anarquistas no estaban inherente y absolutamente equivocados al odiar la coacción, la autoridad, la política y el Estado. Pero se equivocaron al querer saltar, sin rastro de ironía o humor, a través de un período histórico en el que el control, la disciplina y las restricciones dolorosas para la libertad estaban más justificadas por ser impuestas que el ejercicio de la libertad individual. Un período en el que una disciplina práctica, incluso un estado en determinadas condiciones históricas concretas, eran indispensables, por triste necesidad. Esto lo reconozco plenamente. Pero son la razón y el conocimiento los que deciden.
La teoría ahora aceptada, según la cual el ‘espíritu del Partido’ y la disciplina del Partido son la base del conocimiento y la acción (y no al revés), me parece falsa, loca y monstruosa, y conduce a verdaderas monstruosidades. Como también la teoría, igualmente actual, aunque claramente menos expresada, según la cual, el Partido –y su funcionamiento– están por encima de las contradicciones. Una teoría antimarxista por antidialéctica. Una teoría metafísica y mística, una forma exasperada de alienación política. Frente a estas posiciones, destinadas a perecer rápidamente, he defendido y sigo defendiendo el marxismo-leninismo, es decir, la objetividad cada vez más profunda del conocimiento, la verdad revolucionaria, la dialéctica.
La idea de que el Partido y la acción política resuelven en la práctica las contradicciones históricas y sociales se confunde con una proposición muy diferente, según la cual escapan intrínsecamente a las contradicciones. El informe Jrushchov[5] llega en un buen momento para refutar esta tesis de una lógica formal extendida a una meta-política.
Sostengo que, si el partido político se sitúa por encima de la sociedad, así como de las masas y de sus propios miembros, como una entidad exenta de cualquier contradicción interna –entonces, en la línea del Estado absoluto, omitiendo la crítica marxista fundamental del Estado político y de la política– esto conduce inevitablemente a colocar por encima del partido a un hombre o varios hombres, un aparato y finalmente a una policía. Este fue el significado o uno de los significados del estalinismo, precisamente cómo Stalin se apartó del marxismo-leninismo.
En resumen, sostengo alto y claro que soy un buen comunista. Y un marxista. Incluso si esta breve autobiografía fuera utilizada algún día como prueba en un futuro juicio, o como cemento en amalgama.
Pedro Jimenez-Pacheco. Activista por la rebelión del espacio vivido, Arquitecto (UCuenca), Doctor cum laude en Teoría Urbana (Barcelona Tech-UPC). Coordinador de Investigación y profesor de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Cuenca, Director de la Revista científica Estoa. Investigador en CITMOV, miembro de diversas redes y comités científicos nacionales e internacionales.
Revisa la Parte I y Parte II de la autobiografía de Lefebvre.
Notas:
[1] Tristan Tzara (1896-1963), seudónimo de Samuel Rosenstock, fue un poeta y ensayista rumano. Uno de los fundadores del movimiento antiarte conocido como Dadaísmo, del que es considerado como su máximo exponente y figura. Su relación con HL se expone con más detalle en Tiempos equívocos (1975). En 1923 HL dedicó un artículo a Tzara en la revista Philosophies, lo que iniciaría su amistad, la última frase del artículo decía: “Dada destroza el mundo, pero los trozos son buenos”.
[2] Categoría teórica que se desarrolla con amplitud en el libro Más allá del estructuralismo (1971). Ver también el artículo del traductor “Hacia un futuro transurbano, por una utopía de lo vivible” (2023).
[3] Mijaíl Shólojov (1905-1984) fue un novelista soviético, principal exponente de la cultura soviética. En el año 1965 ganó el Premio Nobel de Literatura. Además, fue un político y miembro relevante del Partido Comunista.
[4] Roger Martin Du Gard (1881-1958) fue un novelista francés que obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1937. Su obra fue menospreciada luego del premio y reivindicada por Albert Camus.
[5] Nikita Jrushchov (1894-1971) desempeñó las funciones de primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética, entre 1953 y 1964. Fue responsable de la desestalinización parcial de la Unión Soviética, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. En febrero de 1956 allanó el congreso con un discurso bajo el cual se denunciaron los crímenes de Stalin y la represión durante la llamada Gran Purga en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Es el primer ejemplo de autocrítica sobre la forma en que se debía conducir la vía hacia el socialismo desde el Estado.